viernes, 31 de mayo de 2013

Una mirada que desmiente (I)

—La escultura de Mariátegui en 28 y Wilson, ¿quién y cuándo la hizo?
—No lo sé... pero fue en conmemoración de su muerte. No recuerdo el año. Allí me agarraste.
—Vale. Pero la imagen mira hacia el mar, ¿no?
—¿Sabes quién habla de ella? Elmore. Tiene un ensayo sobre el tema. Luego colaboró con los Yuyas para una puesta en escena, donde resaltaron el hecho de que presenten a Mariátegui en silla de ruedas, alrededor de los noventas fue esa vaina.
—Eso. Uno es cojo y el otro está en una silla de ruedas.

[Diecisiete horas después]

—¡Ey!, clandestino. Ayer estuve por 28: Mariátegui mira hacia su casa que queda a media cuadra. No está en una evidente línea recta, pero sí mira hacia donde se ubica.
—¡¡¡Ey!!! Hola. Olvidé que estaba desconectado. Sí pues, acabo de pasar por ahí
y no mira en línea recta. Pero tampoco mira hacia la casa Mariátegui.
—No directo, pero sí a la casa del costado. Ayer caminé por allí. Sólo si te quedas en plena pista de 28, te cae su mirada.
—¿Mira de reojo?

—No, de frente. Pero no a la propia Casa Mariátegui, eso es verdad, pero mira a la casa del costado, por decirte. Tal vez el escultor no lo calculó del todo bien. Pero lo que sí es cierto es que no mira el horizonte.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Tribulaciones de un exlibrero

Alentado por mi alma, ya que me lo venía suplicando desde hacía tantos años atrás, y, pues, en algún momento tenía que hacerle caso, he decidido no continuar trabajando de librero. Sucede que ya estoy cansado de serlo, no quiero continuar siendo sometido por este simulacro de la felicidad que es la rutina, como Julio Ramón Ribeyro alguna vez la llamó. Ahora quiero ser un ave, quiero ser una lagartija, cualquier cosa en realidad, con tal de volver a la vida, para escapar impunemente del pozo y el péndulo de la oferta y la demanda, de mi pesadilla del aire acondicionado, de las reposiciones salvajes, del tiempo de las liquidaciones, de las promociones peligrosas, y, sobre todo, de las reclamaciones extraordinarias con las que siempre habían de llegar los clientes minutos antes del fin de la noche.

En alguna oportunidad, George Orwell me dijo: “Sin embargo, la verdadera razón de que no me guste el oficio de ser librero, al menos de por vida, es que mientras me dediqué a él perdí todo mi amor por los libros. Un librero tiene que mentir como un bellaco cuando habla de libros, lo cual le produce un evidente desagrado. Aún peor es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y moviéndolos de acá para allá.” Sin haberle apartado la mirada en ningún momento, asentí en silencio cada una de sus sabias palabras.

¿Cómo soporté esta situación por más de un lustro de mi vida? Quizás porque era víctima de un malestar adquirido desde el primer día de trabajo con los libros, que terminó por esclavizarme, pues supo aprovecharse de mi siempre insatisfecha necesidad de leer, leer y leer. Y lo peor es que lo sabía. Me ocurría todo lo contrario a lo que deben experimentar aquellos que no son más que simples vendedores de libros. Porque para ellos, al deshacerse de sus uniformes, al terminar su turno —chau, cuídense—, una página más, una página menos, el mundo seguía girando como si nada.

(Algunos cuantos) Dogmas: Leer es estar y no estar aquí, es ser y no ser uno. Ningún libro se parece a otro: todos son únicos. Las etiquetas temáticas son inservibles para aquellos libros que son realmente valiosos. Un verdadero lector, un lector fiel, sabe lo que quiere, lo que necesita; un verdadero ladrón también. No siempre hay que llegar hasta la línea final de un libro para encontrar lo que tiene destinado para uno. Se les llama “huesos” a los libros rechazados por el mercado, por el arte y por el azar, y que se quedan refundidos en el fondo de los anaqueles. Los clientes que tienen mayor poder adquisitivo, los que más pueden comprar, pero no lo hacen, son los que con más ahínco esperan, extrañan y exigen algún tipo de promoción y/o descuento.

No puedo negar que gracias a esta labor tuve acceso a un centenar de autores y temas de los que, de haber cumplido con un destino distinto, muy probablemente nunca me hubiese enterado de su existencia. Asimismo, gracias a los libros de la librería, pude conocer a más de una persona valiosa, tanto en mente como en espíritu, muchas veces a partir de una coincidencia de gustos o de indagaciones. Y es que en ocasiones bastaba una corta conversación como para convencerme de que debía acercarme más a una determinada persona. El problema surgía cuando llegaba el momento de la despedida y yo tenía que quedarme —testigo de una partida tras otra— a cumplir con mi horario y a anular cada una de mis más cálidas manifestaciones de humanidad, en nombre de la seriedad del establecimiento y de la comodidad de los clientes. Ni siquiera el disponer de miles de libros tras de mí, como soporte para estas caídas anímicas mías, me ayudaba a salir sano y salvo de esas situaciones.
 
Libros: esos objetos —la gran mayoría de veces— hechos de papel, similares a las cajas, si hasta su forma comparten, pero que en vez de contribuir contigo para que en ellos puedas almacenar todo lo que desees, más bien te obligan a salir en búsqueda de más y más cosas con las que rellenar tu propio interior.

 Por eso, y entre otros motivos que algún día detallaré con mayor paciencia, y —además—porque tengo otras expectativas para mi vida, abandono mi preciosa cárcel de marfil. 


viernes, 24 de mayo de 2013

El primero vive en una silla


Vivir en la ciudad significa estar al tanto —se quiera o no— de las arbitrariedades, trampas y sofismas de los políticos de turno. Hace unos días falleció José Diez Canseco. Su deceso es, sin duda, un momento para repensar la política. La conmoción que ha causado su muerte es un obligado punto de inflexión tanto en las actitudes como en las acciones, incluso en las personas que prefieren mantenerse al margen de los partidos (me incluyo en esa lista). Las elecciones pasadas demostraron que si se pensaba que no existía una izquierda sólida, tampoco hay “una” derecha para hacer frente a la decisión de elegir mandatario. Entre payasadas y falacias, lo que vimos fue el desorden (¿connatural?) del país hecho certamen.
            Tal vez no por convicciones políticas, pero sí por un sentimiento de justicia, he observado, con alguna atención, el recorrido de Diez Canseco. Alguna vez fue a San Marcos. Escuchar sus palabras en ese tono áspero y siempre en pie de lucha, como si cada uno de los puntos que su discurso esclarecía fuera fundamental, ha sido una de las experiencias más desconcertantes y renovadoras de mi vida universitaria. No quiero decir que sus ideas eran infalibles ni que la pasión ni la vehemencia con que las defendía bastaban para creerle. Es otra cosa. Acaso una reverberación, algo de heroico y de absurdo al mismo tiempo. Como si ese hombre, que casi arrastraba el pie, fuera el único que se diera cuenta del aire rancio, de esa neblina que opaca el alma de mis contemporáneos.
            La cojera de Diez Canseco me llevó a pensar en Mariátegui. No en los Siete ensayos, sino en una de sus efigies, la que se encuentra en el cruce de Wilson y 28 de julio. Siempre me ha llamado la atención que si Diez Canseco tuvo una pierna malograda, Mariátegui no pudo hacer uso de ninguna de ellas, y que precisamente sea esa la imagen que guardo de él: su invalidez ha quedado fijada en mi recuerdo, y no creo que sea únicamente yo. ¿Qué tipo de circunstancia macabra pudo unir esas dificultades para caminar en dos personas separadas por tantos años y, que de algún modo, fueron el rostro evidente de la izquierda en el Perú? Más curiosa aún es la posición en la que han colocado la efigie de Mariátegui. Su vecino, la estatua de Haya de la Torre, mira hacia Palacio de gobierno, de pie y con los brazos en alto, como si estuviera dando un discurso para movilizar a las masas oprimidas. Mariátegui, en cambio, mira hacia el mar, en su silla (¿de ruedas?), con un gesto casi poético, que se embellece a la hora del crepúsculo. Sus ojos miran el mar y le dan la espalda al edificio que simboliza el poder en el país. Mariátegui sueña. Más aún necesita de alguien que le tuerza la silla para que cambie su punto de observación. Aunque la silla es de piedra.
El mensaje es claro: se trata de las ilusiones  de un tipo que le da la espalda a la realidad, cuya salud precaria lo ha ensimismado, que es incapaz de hacer caminar sus ideas, y que, además, se acerca peligrosamente a la muerte. Frente a ello, el pie renco de Diez Canseco es tal vez una señal que advierte que ese hombre inválido se encuentra aún en el combate y cuyo cuerpo viene despertando del letargo poco a poco. O, si somos pesimistas, que hay una maldición en el Perú; que cada vez que un hombre se niega a aceptar esta realidad espinosa, filuda, mortífera, cae sobre él y acaba por aniquilarlo. Yo soy solamente un observador que espera que sus libros no lo separen del ruido de la calle (esa bella bulla que, a veces, ataja al egoísmo).  

miércoles, 22 de mayo de 2013

Ser el piloto y a la vez el mecánico de esta bicicleta

[Apunte transcrito de mi segundo cuaderno de tapa negra (abril de 2012-febrero de 2013). Fecha aproximada de redacción: última semana de enero. Aparte de una somera corrección ortográfica y gramatical, he decidido mantener el ritmo "compulsivo" de la redacción original.]

Anoche se estropeó la llanta delantera de mi bicicleta. Me dirigí al grifo de siempre con la intención de inflarla, creyendo que sólo era un problema menor o, por lo menos, uno que me permitiría utilizarla como para llegar hasta mi departamento. El hecho es que continuó luciendo como una bolsita humedecida, toda fofa y pesada. Imposible, entonces, montarla. Un taxista, que limpiaba su carro a mi costado, se dio cuenta de la condición en que me hallaba. Se ofreció a regalarme algunos parches para reparar la cámara de la llanta. No sabría decir por qué, tal vez por mi inherente paranoia, pero su gesto en vez de producirme alivio, me sobresaltó y me produjo una enorme desconfianza. El hecho es que fui sincero y le dije que no sabía arreglar llantas de bicicleta. El taxista, quien en ningún momento había dejado de pasar el trapo por su carro, se rió sin pudor alguno. Me dijo: "¡Qué! ¿No sabes? Pero si lo primero que debes saber es arreglar llantas..." Definitivamente no lo hizo con un tono paternalista, sino más bien con un tono de autoridad, de conocedor especializado. Si hubiera querido ser paternalista, habría sido con amabilidad, no con burla. No me hizo llorar su declaración, pero sí me dio excusas para poder irme sin decirle ni deberle nada. Ahora que lo pienso, es probable —es más, lo imagino— que se lo haya contado minutos después a alguno de sus ocasionales pasajeros: "Tan grande y tan huevón". Crucé hacia la vereda del frente y detuve un taxi que me llevó al departamento. Pero esto no queda allí. El sentido de este texto no está en el de contar solamente la anécdota. Sino en el de reflexionar al respecto. Si yo me he estado vendiendo —hablo de por lo menos unos tres años— como un afanoso ciclista urbano, no sólo a través de mi uso de la bicicleta, sino también a través de las redes virtuales ¿cómo es posible que no sepa algo tan esencial como reparar una llanta? Se supone que me desplazo sobre ella a través de la ciudad, confiado y orgulloso. Es más, todas las veces que me es posible, exhibo mis habilidades en el manejo de mi estimado "Tiburón", como es que he bautizado a mi fiel bicicleta, y hasta creo haber burlado a la muerte decenas de veces gracias a ella. Pero más allá del reproche y la burla, ese asunto me ha hecho pensar en algo distante aunque no tan distinto. Me refiero a mi escritura. De la misma manera que me ufano de mi ser ciclista, también me ufano de mi ser escritor, aunque esto en un nivel menos público. Ahora, ¿me estará ocurriendo lo mismo que con el montar bicicleta? Es decir, si bien sé desempeñarme y expresarme con la escritura ¿habrá algo tan esencial que yo esté ignorando? Y si fuera así ¿de qué se estaría tratando? Si la bicicleta me es útil para desplazarme de un lugar a otro y gracias a la práctica ahora creo ser capaz de ir a casi cualquier sitio de la ciudad, ¿la escritura hace lo mismo? ¡Sí! Claro que no sobre la ciudad, pero sí sobre la historia. Entonces, ¿cuáles vendrían a ser aquellas ruedas que hoy me sirven para pasear y que cuando se terminen por estropear yo no seré capaz de arreglar? ¿Es eso lo que me falta para lograr que mi escritura termine de convencerme? Las llantas son los objetos a través de los cuales mi energía se convierte en energía de la bicicleta entera. ¿Cuál es ese elemento a través del cual mi energía se convierte en energía de la escritura? ¿El léxico? ¿El estilo? ¿Acaso lo son las palabras? ¿O es algo inmaterial? ¿El ánimo? ¿Las intenciones? ¿La búsqueda que se yergue detrás? Definitivamente no puedo decir que la bicicleta es un elemento análogo al lapicero, como el asfalto sí lo puede ser a la hoja de papel. Porque el lapicero tampoco es el filtro de mi energía para con la energía de mi escritura. Es algo inmaterial. Pero ¿qué? Entre mi intención y mis facultades. Entre el ego y el eso. ¿Acaso me desdoblo? ¿Uno es el Paulo que crea y otro es el Paulo que juzga? Continúa existiendo una división, una dualidad. Una esquizofrenia subterránea. ¿Cuál iba a ser mi respuesta para el taxista? "Siempre que se ha estropeado la bicicleta la he mandado a reparar." Patético. Quizá allí está la cuestión. Que soy el que maneja la bicicleta pero no soy el que la conoce a fondo como para arreglarla cada vez que deba. Soy el que crea y soy el que juzga, pero no consigo que los dos sean uno solo. Todavía no he vencido a la escisión de la que soy víctima. Esta debe ser la solución. Ser los dos al mismo tiempo. ¿Pero cómo lograrlo en la escritura? Porque con la bicicleta basta que aprenda algo de su mecánica y de su ciencia. Porque de su verdad y su mística ya sé. ¿Cómo ser el creador y el crítico al mismo tiempo? ¿Cómo dejar atrás la bipartición que me viene aquejando desde hace tantos años? ¿Ser uno de los dos y no más? ¿Encontrar un punto medio? ¿O vivir en vínculo entre uno y otro pero sin llegar a ser jamás plenamente uno solo de los dos? ¿Es esto posible? ¿Es necesario? Yo me atrevo a decir que sí. Que puedo ser el creador y el crítico al mismo tiempo. Que puedo manejar la bicicleta y que puedo arreglarla. Tal vez deba recurrir a la técnica utilizada por Bellatin. Si quiere desaparecer la figura del autor predominante sobre su obra, entonces a su obra la saturará hasta el hartazgo con la figura del autor. Es decir, con la de él mismo, que de tanto repetirse terminará rompiéndose el nexo entre el autor textual y el autor real. Por lo tanto, en mi caso, yo en vez de tratar de ocultar al creador o al crítico, o de mezclarlos sin conseguir resultado alguno que me satisfaga, preferiré, en cambio, remarcar el distanciamiento, pintando con colores —los más fosforescentes posibles— la frontera que emerge entre ambos, esperando que de tanto apuntar la existencia de aquella línea limítrofe termine por desaparecerla, por dejarla sin valor e importancia algunas. De allí que la práctica que actualmente estoy llevando a cabo con lo que vengo escribiendo —y que se supone vendrá a ser mi primer libro— no sea una equivocación o el producto de una casualidad, sino el resultado de un proceso natural. Así pues, en mi primer libro no solo seré el creador, sino también el crítico. El que escribe y el que lee. El que camina por la tierra y el que persigue las huellas dejadas sobre el suelo. Entonces, no tengo más opción que escribir bien, muy bien, porque mi primer crítico seré yo mismo. Quien también tendrá que demostrar toda su lucidez e inteligencia para descubrir las cosas que él mismo sin saberlo ha escondido.


viernes, 17 de mayo de 2013

Quiero ser un costumbrista

Uno lee Ña Catita y se aburre. Me ha pasado. Y eso que he leído el libro dos veces para salir de dudas. El humor está seco. Las bromas, cuando no son predecibles, están enmohecidas por el tiempo. Es una obra que no recomendaría para el contacto con los jóvenes (no entiendo cómo Alfaguara Perú la ha colocado en su sección juvenil, ¡aunque también consideró a Aves sin nido!), menos aún si el objetivo es acercarlos al placer de la lectura. No es la manera. No obstante todos los disgustos que uno puede tener respecto a estas obras “clásicas”, lo mejor de los costumbristas casi no se lee. Me refiero a esos amenos, curiosos y experimentales (uso el término de forma bastante laxa) artículos de costumbres. Cuando uno mide su capacidad de trabajo con la de un escritor como Manuel Ascencio Segura o Felipe Pardo y Aliaga, se siente pequeño, pequeñito.

Los costumbristas eran capaces de escribir un periódico ellos solos. Sin necesidad de redactores, se inventaban todas las secciones y las elaboraban ellos mismos. Diagramadores. Directores. Redactores. Publicistas. Esa maleable capacidad para el trabajo y el vértigo de la premura por publicar a tiempo han quedado impregnados en sus artículos. No son cuentos. No son crónicas. No son ensayos. Son una especie de espacio intersticial donde la forma se retuerce y cambia según la necesidad del autor. Cada vez que he revisado uno de esos artículos, me digo como lector “y ahora qué toca”. Siempre sorpresivos, no siempre diestros. Estos artículos no son perfectos. A veces yerran. Otras, se quedan a medio camino, por alguna dificultad técnica. Sin embargo, cuando termino de leer, una sonrisa de iluminado cubre el lado izquierdo de mi rostro (súmele a eso, lector, mis formas redondeadas y verá, sin problemas, la eminente figura de Buda), me digo entonces, diosito lindo, por lo que más quieras, dame la vehemencia y la fortaleza de un costumbrista. Y, luego, espero que Lisandro Gómez despierte convertido en un monstruoso costumbrista.       

miércoles, 15 de mayo de 2013

Acerca de la conversación

De dos desconocidos.

Aunque me ocurra de forma casual, sea en el lugar que sea, y más allá de que dure sólo un instante, al toparme con la conversación de dos desconocidos, quiéralo o no, ciertas palabras terminarán por apoderarse de mis tímpanos.

Si pretendo entender su sentido, y así consigo encontrar en ellas la respuesta o la solución a mis dudas no dichas, entonces serán como aquellas semillas que al invierno sobreviven bajo tierra y que finalmente germinan porque a tiempo las alcanzó el calor de la vida. Su fruto azaroso me sosegará.

En cambio, si pretendo entender su sentido, tan sólo prendido por la curiosidad, como aficionado analista de discursos que soy, entonces deberé tener la pericia de capturarlas cuando en su viaje de esquirlas atraviesen mi campo interpretativo —pues así como existe uno visual, existe uno interpretativo— para que así, lo más pronto posible, determine su forma y su destino. A veces lo consigo, a veces no.

Cuando creo que sí, me satisfago por haber capturado —metiendo la mano a ciegas en aquel estanque fangoso que es el mundo— una preciosa serpiente: el sentido. Pero cuando descubro que no, me doy cuenta que sólo he cogido la piel —una redecilla oblonga y escurridiza— y que la serpiente, suelta en el agua que comparte conmigo, no sólo está dispuesta a escapar de mi presencia.

  


viernes, 10 de mayo de 2013

Pa' ella, a la peruana

I

¿Escribir para qué? ¿Para liberarse? ¿Por goce? ¿Por autoestima? ¿Como terapia? ¿Por vanidad? ¿Por amor? ¿Por miedo? ¿Para salvar el mundo? ¿Para destruirlo? ¿Para suicidarse? ¿Para encontrar un amigo? ¿Para burlarse de los demás? ¿Para exhibirse? ¿Escribir por escribir? ¿Por la patria? ¿Para ganar dinero? ¿Cómo venganza? ¿Para alimentar a los hijos? ¿Para persuadir? ¿Para mentirse? ¿Para no matarse? ¿Para conquistarla? ¿Para martirizarla? ¿Por rencor? ¿Por envidia? ¿Por la gloria? ¿Para inmolarse? ¿Para que te recuerden? ¿Para que una calle lleve tu nombre? ¿Para licenciarse? ¿Para vender? ¿Para comprar? ¿Para tener una revista? ¿Para viajar por el mundo? ¿Para ser importante? ¿Por sinceridad? ¿Por asco? ¿Para la posteridad? ¿Para asegurarse una beca? ¿Por si acaso? ¿Porque sí? ¿Porque no sé hacer otra cosa? ¿Por trabajo? ¿Por ninguna de las anteriores? ¿Porque me da la reverenda gana? ¿Porque quiero? ¿Porque puedo? ¿Por la migraña? ¿Para cuidar el páncreas? ¿Para evitar la nostalgia? ¿Para evitar la pachocha? ¿Para calentar el cuerpo? ¿Para bajar de peso? ¿Para endurecer las nalgas? ¿Para imaginar? ¿Para vivir?


II

¿Original?

Reviso mi primer apunte en este blog. Algo de tristeza empaña los ojos que observan, con algo de detenimiento, esas líneas caprichosas. La manera obsesiva en la que se reitera, sin justificación alguna, el mito de la identidad, del yo —arraigado todavía fuertemente en nuestra conciencia—, me parece, ahora que lo reviso nuevamente, deplorable, casi grosero. La exaltación no reemplaza al precioso ejercicio de la argumentación. Cualquier proclama que tuviera como base esta farsa no puede sostenerse ante la mínima indagación. Descubro sin sobresaltos que la angustia de esas líneas encuentra su mitad en otro mito, acaso más frágil que el anterior: la originalidad. La idea de que nuestra identidad es una singularidad absoluta es el cimiento para esta otra más descabellada: esa individualidad merece ser registrada, inventariada en el extenso catálogo de las creaciones artísticas. Lejos estamos ya del entusiasmo romántico. Ahora, “cuando todo está dicho”, ¿qué propósito tendría resucitar esa antigua mitología? ¿La importancia de la persona consagra la importancia de la obra? Creemos ser únicos, cuando en realidad no somos más que réplicas insignificantes, duplicados de una sola imagen ubicua. Nuestra felicidad es impostada. El dolor que nos sorprende es otra artimaña del engaño. No sentimos. No pensamos. No somos más que el abismo que existe entre un cuerpo y otro cuerpo. No habitamos dentro sino recorremos pasillos imposibles donde alguien asegura respirar. ¿Qué hacer frente al flujo lujoso de las imágenes que se repiten? El desconcierto escandaloso de vivir en busca de la semejanza, de la simetría, de la sinonimia absoluta del alma exige de nosotros algún tipo de respuesta. ¿Esperanza? ¿Es el papel el peligroso estímulo que incita a la revuelta? ¿Puede uno refugiarse en las palabras que se amontonan como granos de cebada? ¿Qué absurdo espejismo ilumina nuestro camino a la salvación? Frente a la dictadura de lo mismo, ¿qué sentido tiene creer en uno mismo? La distancia entre el mar y el vaso con agua no es una metáfora.   

III

Como que Mario Bellatin se dio cuenta hace mucho

¿Existe un camino? ¿El entrenamiento de la sensibilidad? ¿La aristocracia del sentir? ¿El egoísmo de la perspicacia? Consumo poesía —no existe mejor expresión—. Me quejo porque los demás no consumen poesía. Creo ser mejor porque “yo sí siento, yo sí entiendo”.
Peligrosa mirada que se cree todavía en el siglo XIX: el arte como espacio privado, exclusivo. ¿El poeta aspira al infinito? Siempre. Solo que le hace falta una nueva dieta.

IV

Créase que no está aquí

Me arrodillo y siento. La coraza. Del corazón. Es un animal. Separado. Como yo o como. Tú. Que no crees en. Nada. Más. Encierro. Las monedas que. Pasan. Por aquí y. Por acá. Hay. Una exquisita. Y. Trémula. Caricia. Todavía suspirando donde. El polvo no. Envejece ni. Ansía.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Sobre la interferencia de las canciones en los sueños

Si uno se duerme con la radio encendida, la delicada placenta del sueño puede ser asaltada por las canciones que, a través de la noche, han de brotar desde los parlantes.

Y es que las canciones nunca son capturadas, son ellas las que se apoderan de uno.

Cruzan el aire dejando sus notas dispersas —una sílaba por aquí, un acorde por allá—, las cuales se alargan y se tensan hasta quedar como sólidos filamentos de transparente cobre, y, con tal de reunirse de nuevo, se introducen ardientes por los oídos, buscando confundirse con las frágiles hebras del sueño ya desgarrado.

Depende de cuánto se intercalen como para que el sueño se vea afectado. A veces, no son más que un agregado de fondo en las escenas donde actuamos; otras veces, en cambio, alguien nos dicta un mensaje con ellas. Pero también ocurre que nos ponemos a cantarlas y suenan muy bien, como jamás han sonado y jamás han de sonar en nuestras vidas.

Para mí, entonces, es demasiado penoso despertar y darme cuenta de que solo ha sucedido esto último.  

viernes, 3 de mayo de 2013

Mi cerebro

Mi cerebro no es más que un conjunto de enormes redes barrederas que, al hallarse tan confundidas entre sí, han terminado por envolverse las unas a las otras. Las redes barrederas son aquellas que desplegadas entre dos o más embarcaciones, se utilizan en alta mar para capturar, no solo cantidades industriales de peces, sino también presas del tamaño de un tanque de guerra. Así que el símil no resulta casual. Pues por más ducho que me crea en su manejo, todos los días caigo y me quedo atrapado en su interior. A veces hecho un escurrido cardumen; otras veces, un monstruo lleno de pánico.


Mi cerebro es demasiado voluminoso e insaciable para tratarse de un órgano compuesto de fibras y uniones de fibras. Ya se ha acostumbrado —ya nos hemos acostumbrado— a que me inmovilice y comience a asfixiarme decenas de veces al día. Solo alguien que pueda fungir de cuchillo, y le reviente sin piedad, toda la  noche, cada una de sus ataduras, me ayudará a librarme de él.


Mi cerebro necesitará —yo necesitaré— por lo tanto, y aunque suene algo violento el método, que se lo abra, sin importar si en el proceso uno que otro retazo resulte desprendido por completo, y que se lo extienda sobre la realidad, lanzándolo lo más lejos posible de mí mismo: quizás, de este modo, sí capture algo de verdad, algo que valga el esfuerzo.

Todo esto con el fin de que mantenga el vigor y no acabe conmigo, su poseído poseedor.

Todo esto, siempre y cuando, yo no pretenda —tras cada corte que se le inflija— remendarlo en las madrugadas, como para que reaparezca, a la mañana siguiente, cual si fuese una hidra, regenerado hasta su último rincón.


De cómo uno se encuentra sin quererlo exactamente

¿Cómo superar el lugar común en un mundo donde la similitud es la norma? ¿Qué hacer? Encontrar la verdad, la luz, la naturaleza primera del hombre, no son ejemplos saludables de acción contestataria en esta época. Imaginar, pensar, padecer son, ahora, ejercicios de calco, obstinada reiteración de modelos ubicuos y, parece ser, inobjetables. La percepción es una sola continuidad entre hombres que se saturan de televisión y que saltan nerviosamente por los laberintos del internet. Esta observación no soslaya a los dedicados a la investigación humanística. La aplicación sesuda de algún método es, finalmente, lo que la Academia evalúa y lo que —me lleno de melancolía al pensarlo— premia. Los procedimientos para convertirse en un hombre en este mundo ultraburgués son de acceso común, más aún, son inevitables. El ansia de ser “original” no encuentra sino una réplica en lo cotidiano que, una y otra vez, se afirma como una fatalidad. La imaginación ha sido conquistada. Sus territorios no designan, ahora, ningún tipo de individualidad.



Desde ya, en una situación como esta, mi única consigna radica en el aprendizaje que me permita vivir en este mundo en el que, lamentablemente, he nacido. Si existe un lugar —intersticial o no— desde donde emitir la palabra y defender ese mito que se llama yo mismo, habrá que jugar con esa carta como si fuera la última fruta en medio del desierto. Nada nos salvará. Tampoco el amor. Ello no significa, claro está, que no amemos. Ante el sopor de la vida diaria, la insanía, la pasión, el egoísmo de la negación y la pálida esperanza de subsistir son lo único que me queda. El propósito principal que me guía es deshacer una retórica de lugares comunes, una imaginación consensuada y un pensamiento de manual. Para ello no queda sino la inmersión en lo mismo que detesto y la búsqueda de aquellos maestros que han avanzado por esa senda. El método se llama ensayo. Le pongo ese nombre porque no encuentro otra manera de justificar las veleidades de una escritura que, todavía torpe, escapa a mi voluntad de expresión. Mi ingenuidad me lleva a confiar ciega y únicamente en la imaginación y el amor. Si mi vida sirve de algo, que sea para seguir cometiendo el mismo error de todos los ilusos que han persistido en sus sueños como una forma de vigilia. No tengo la menor idea de dónde va a ir a parar esto. Ni si estoy capacitado para conseguir los objetivos que me he propuesto. Lo único que tengo seguro es que, en el desalmado oficio de las palabras, es fundamental discriminar la vida de la muerte, lo usual de lo casual y lo efímero de lo intangible. No quiero ser un escritor encerrado en su cabeza.