Vivir
en la ciudad significa estar al tanto —se quiera o no— de las arbitrariedades,
trampas y sofismas de los políticos de turno. Hace unos días falleció José Diez
Canseco. Su deceso es, sin duda, un momento para repensar la política. La
conmoción que ha causado su muerte es un obligado punto de inflexión tanto en
las actitudes como en las acciones, incluso en las personas que prefieren
mantenerse al margen de los partidos (me incluyo en esa lista). Las elecciones
pasadas demostraron que si se pensaba que no existía una izquierda sólida,
tampoco hay “una” derecha para hacer frente a la decisión de elegir mandatario.
Entre payasadas y falacias, lo que vimos fue el desorden (¿connatural?) del
país hecho certamen.
Tal vez no por convicciones
políticas, pero sí por un sentimiento de justicia, he observado, con alguna
atención, el recorrido de Diez Canseco. Alguna vez fue a San Marcos. Escuchar
sus palabras en ese tono áspero y siempre en pie de lucha, como si cada uno de
los puntos que su discurso esclarecía fuera fundamental, ha sido una de las
experiencias más desconcertantes y renovadoras de mi vida universitaria. No
quiero decir que sus ideas eran infalibles ni que la pasión ni la vehemencia
con que las defendía bastaban para creerle. Es otra cosa. Acaso una
reverberación, algo de heroico y de absurdo al mismo tiempo. Como si ese hombre,
que casi arrastraba el pie, fuera el único que se diera cuenta del aire rancio,
de esa neblina que opaca el alma de mis contemporáneos.
La cojera de Diez Canseco me llevó a
pensar en Mariátegui. No en los Siete
ensayos, sino en una de sus efigies, la que se encuentra en el cruce de
Wilson y 28 de julio. Siempre me ha llamado la atención que si Diez Canseco tuvo
una pierna malograda, Mariátegui no pudo hacer uso de ninguna de ellas, y que
precisamente sea esa la imagen que guardo de él: su invalidez ha quedado fijada
en mi recuerdo, y no creo que sea únicamente yo. ¿Qué tipo de circunstancia
macabra pudo unir esas dificultades para caminar en dos personas separadas por
tantos años y, que de algún modo, fueron el rostro evidente de la izquierda en
el Perú? Más curiosa aún es la posición en la que han colocado la efigie de
Mariátegui. Su vecino, la estatua de Haya de la Torre, mira hacia Palacio de
gobierno, de pie y con los brazos en alto, como si estuviera dando un discurso
para movilizar a las masas oprimidas. Mariátegui, en cambio, mira hacia el mar,
en su silla (¿de ruedas?), con un gesto casi poético, que se embellece a la
hora del crepúsculo. Sus ojos miran el mar y le dan la espalda al edificio que
simboliza el poder en el país. Mariátegui sueña. Más aún necesita de alguien
que le tuerza la silla para que cambie su punto de observación. Aunque la silla
es de piedra.
El mensaje es claro: se trata de las ilusiones
de un tipo que le da la espalda a la
realidad, cuya salud precaria lo ha ensimismado, que es incapaz de hacer caminar sus ideas, y que, además, se
acerca peligrosamente a la muerte. Frente a ello, el pie renco de Diez Canseco
es tal vez una señal que advierte que ese hombre inválido se encuentra aún en
el combate y cuyo cuerpo viene despertando del letargo poco a poco. O, si somos
pesimistas, que hay una maldición en el Perú; que cada vez que un hombre se
niega a aceptar esta realidad espinosa, filuda, mortífera, cae sobre él y acaba
por aniquilarlo. Yo soy solamente un observador que espera que sus libros no lo
separen del ruido de la calle (esa bella bulla que, a veces, ataja al
egoísmo).
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