viernes, 24 de mayo de 2013

El primero vive en una silla


Vivir en la ciudad significa estar al tanto —se quiera o no— de las arbitrariedades, trampas y sofismas de los políticos de turno. Hace unos días falleció José Diez Canseco. Su deceso es, sin duda, un momento para repensar la política. La conmoción que ha causado su muerte es un obligado punto de inflexión tanto en las actitudes como en las acciones, incluso en las personas que prefieren mantenerse al margen de los partidos (me incluyo en esa lista). Las elecciones pasadas demostraron que si se pensaba que no existía una izquierda sólida, tampoco hay “una” derecha para hacer frente a la decisión de elegir mandatario. Entre payasadas y falacias, lo que vimos fue el desorden (¿connatural?) del país hecho certamen.
            Tal vez no por convicciones políticas, pero sí por un sentimiento de justicia, he observado, con alguna atención, el recorrido de Diez Canseco. Alguna vez fue a San Marcos. Escuchar sus palabras en ese tono áspero y siempre en pie de lucha, como si cada uno de los puntos que su discurso esclarecía fuera fundamental, ha sido una de las experiencias más desconcertantes y renovadoras de mi vida universitaria. No quiero decir que sus ideas eran infalibles ni que la pasión ni la vehemencia con que las defendía bastaban para creerle. Es otra cosa. Acaso una reverberación, algo de heroico y de absurdo al mismo tiempo. Como si ese hombre, que casi arrastraba el pie, fuera el único que se diera cuenta del aire rancio, de esa neblina que opaca el alma de mis contemporáneos.
            La cojera de Diez Canseco me llevó a pensar en Mariátegui. No en los Siete ensayos, sino en una de sus efigies, la que se encuentra en el cruce de Wilson y 28 de julio. Siempre me ha llamado la atención que si Diez Canseco tuvo una pierna malograda, Mariátegui no pudo hacer uso de ninguna de ellas, y que precisamente sea esa la imagen que guardo de él: su invalidez ha quedado fijada en mi recuerdo, y no creo que sea únicamente yo. ¿Qué tipo de circunstancia macabra pudo unir esas dificultades para caminar en dos personas separadas por tantos años y, que de algún modo, fueron el rostro evidente de la izquierda en el Perú? Más curiosa aún es la posición en la que han colocado la efigie de Mariátegui. Su vecino, la estatua de Haya de la Torre, mira hacia Palacio de gobierno, de pie y con los brazos en alto, como si estuviera dando un discurso para movilizar a las masas oprimidas. Mariátegui, en cambio, mira hacia el mar, en su silla (¿de ruedas?), con un gesto casi poético, que se embellece a la hora del crepúsculo. Sus ojos miran el mar y le dan la espalda al edificio que simboliza el poder en el país. Mariátegui sueña. Más aún necesita de alguien que le tuerza la silla para que cambie su punto de observación. Aunque la silla es de piedra.
El mensaje es claro: se trata de las ilusiones  de un tipo que le da la espalda a la realidad, cuya salud precaria lo ha ensimismado, que es incapaz de hacer caminar sus ideas, y que, además, se acerca peligrosamente a la muerte. Frente a ello, el pie renco de Diez Canseco es tal vez una señal que advierte que ese hombre inválido se encuentra aún en el combate y cuyo cuerpo viene despertando del letargo poco a poco. O, si somos pesimistas, que hay una maldición en el Perú; que cada vez que un hombre se niega a aceptar esta realidad espinosa, filuda, mortífera, cae sobre él y acaba por aniquilarlo. Yo soy solamente un observador que espera que sus libros no lo separen del ruido de la calle (esa bella bulla que, a veces, ataja al egoísmo).  

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