[Apunte transcrito de mi segundo cuaderno de tapa negra (abril de 2012-febrero de 2013). Fecha aproximada de redacción: última semana de enero. Aparte de una somera corrección ortográfica y gramatical, he decidido mantener el ritmo "compulsivo" de la redacción original.]
Anoche se estropeó la llanta delantera de mi bicicleta. Me dirigí al grifo de siempre con la intención de inflarla, creyendo que sólo era un problema menor o, por lo menos, uno que me permitiría utilizarla como para llegar hasta mi departamento. El hecho es que continuó luciendo como una bolsita humedecida, toda fofa y pesada. Imposible, entonces, montarla. Un taxista, que limpiaba su carro a mi costado, se dio cuenta de la condición en que me hallaba. Se ofreció a regalarme algunos parches para reparar la cámara de la llanta. No sabría decir por qué, tal vez por mi inherente paranoia, pero su gesto en vez de producirme alivio, me sobresaltó y me produjo una enorme desconfianza. El hecho es que fui sincero y le dije que no sabía arreglar llantas de bicicleta. El taxista, quien en ningún momento había dejado de pasar el trapo por su carro, se rió sin pudor alguno. Me dijo: "¡Qué! ¿No sabes? Pero si lo primero que debes saber es arreglar llantas..." Definitivamente no lo hizo con un tono paternalista, sino más bien con un tono de autoridad, de conocedor especializado. Si hubiera querido ser paternalista, habría sido con amabilidad, no con burla. No me hizo llorar su declaración, pero sí me dio excusas para poder irme sin decirle ni deberle nada. Ahora que lo pienso, es probable —es más, lo imagino— que se lo haya contado minutos después a alguno de sus ocasionales pasajeros: "Tan grande y tan huevón". Crucé hacia la vereda del frente y detuve un taxi que me llevó al departamento. Pero esto no queda allí. El sentido de este texto no está en el de contar solamente la anécdota. Sino en el de reflexionar al respecto. Si yo me he estado vendiendo —hablo de por lo menos unos tres años— como un afanoso ciclista urbano, no sólo a través de mi uso de la bicicleta, sino también a través de las redes virtuales ¿cómo es posible que no sepa algo tan esencial como reparar una llanta? Se supone que me desplazo sobre ella a través de la ciudad, confiado y orgulloso. Es más, todas las veces que me es posible, exhibo mis habilidades en el manejo de mi estimado "Tiburón", como es que he bautizado a mi fiel bicicleta, y hasta creo haber burlado a la muerte decenas de veces gracias a ella. Pero más allá del reproche y la burla, ese asunto me ha hecho pensar en algo distante aunque no tan distinto. Me refiero a mi escritura. De la misma manera que me ufano de mi ser ciclista, también me ufano de mi ser escritor, aunque esto en un nivel menos público. Ahora, ¿me estará ocurriendo lo mismo que con el montar bicicleta? Es decir, si bien sé desempeñarme y expresarme con la escritura ¿habrá algo tan esencial que yo esté ignorando? Y si fuera así ¿de qué se estaría tratando? Si la bicicleta me es útil para desplazarme de un lugar a otro y gracias a la práctica ahora creo ser capaz de ir a casi cualquier sitio de la ciudad, ¿la escritura hace lo mismo? ¡Sí! Claro que no sobre la ciudad, pero sí sobre la historia. Entonces, ¿cuáles vendrían a ser aquellas ruedas que hoy me sirven para pasear y que cuando se terminen por estropear yo no seré capaz de arreglar? ¿Es eso lo que me falta para lograr que mi escritura termine de convencerme? Las llantas son los objetos a través de los cuales mi energía se convierte en energía de la bicicleta entera. ¿Cuál es ese elemento a través del cual mi energía se convierte en energía de la escritura? ¿El léxico? ¿El estilo? ¿Acaso lo son las palabras? ¿O es algo inmaterial? ¿El ánimo? ¿Las intenciones? ¿La búsqueda que se yergue detrás? Definitivamente no puedo decir que la bicicleta es un elemento análogo al lapicero, como el asfalto sí lo puede ser a la hoja de papel. Porque el lapicero tampoco es el filtro de mi energía para con la energía de mi escritura. Es algo inmaterial. Pero ¿qué? Entre mi intención y mis facultades. Entre el ego y el eso. ¿Acaso me desdoblo? ¿Uno es el Paulo que crea y otro es el Paulo que juzga? Continúa existiendo una división, una dualidad. Una esquizofrenia subterránea. ¿Cuál iba a ser mi respuesta para el taxista? "Siempre que se ha estropeado la bicicleta la he mandado a reparar." Patético. Quizá allí está la cuestión. Que soy el que maneja la bicicleta pero no soy el que la conoce a fondo como para arreglarla cada vez que deba. Soy el que crea y soy el que juzga, pero no consigo que los dos sean uno solo. Todavía no he vencido a la escisión de la que soy víctima. Esta debe ser la solución. Ser los dos al mismo tiempo. ¿Pero cómo lograrlo en la escritura? Porque con la bicicleta basta que aprenda algo de su mecánica y de su ciencia. Porque de su verdad y su mística ya sé. ¿Cómo ser el creador y el crítico al mismo tiempo? ¿Cómo dejar atrás la bipartición que me viene aquejando desde hace tantos años? ¿Ser uno de los dos y no más? ¿Encontrar un punto medio? ¿O vivir en vínculo entre uno y otro pero sin llegar a ser jamás plenamente uno solo de los dos? ¿Es esto posible? ¿Es necesario? Yo me atrevo a decir que sí. Que puedo ser el creador y el crítico al mismo tiempo. Que puedo manejar la bicicleta y que puedo arreglarla. Tal vez deba recurrir a la técnica utilizada por Bellatin. Si quiere desaparecer la figura del autor predominante sobre su obra, entonces a su obra la saturará hasta el hartazgo con la figura del autor. Es decir, con la de él mismo, que de tanto repetirse terminará rompiéndose el nexo entre el autor textual y el autor real. Por lo tanto, en mi caso, yo en vez de tratar de ocultar al creador o al crítico, o de mezclarlos sin conseguir resultado alguno que me satisfaga, preferiré, en cambio, remarcar el distanciamiento, pintando con colores —los más fosforescentes posibles— la frontera que emerge entre ambos, esperando que de tanto apuntar la existencia de aquella línea limítrofe termine por desaparecerla, por dejarla sin valor e importancia algunas. De allí que la práctica que actualmente estoy llevando a cabo con lo que vengo escribiendo —y que se supone vendrá a ser mi primer libro— no sea una equivocación o el producto de una casualidad, sino el resultado de un proceso natural. Así pues, en mi primer libro no solo seré el creador, sino también el crítico. El que escribe y el que lee. El que camina por la tierra y el que persigue las huellas dejadas sobre el suelo. Entonces, no tengo más opción que escribir bien, muy bien, porque mi primer crítico seré yo mismo. Quien también tendrá que demostrar toda su lucidez e inteligencia para descubrir las cosas que él mismo sin saberlo ha escondido.
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