miércoles, 26 de junio de 2013

¿A dónde dirijo el rostro si quiero toparme con el ayer?

…en ciertas condiciones históricas —como quizá la nuestra— la tarea más creativa y humana de Penélope no es el sensato tejido diurno, sino el trabajo nocturno que deshace aquel tejido.
Claudio Magris
 Estoy en mi habitación, rodeado por mis cuadernos de apuntes, mis esquemas de trabajo y un gastado fascículo perteneciente a una de las tantas ediciones del diccionario Larousse. Una antigua promoción comercial permitía contar con la enciclopedia completa, siempre y cuando se comprara cierta revista que salía cada semana. Mi padre fue quien se encargó, diligentemente, de reunirnos la colección. El fascículo viene a ser en realidad un cuadernillo con el lomo empastado y que como seña más llamativa exhibe una serie de minúsculas manchas de color marrón que reviste el borde de sus páginas. Si lo abro, noto de inmediato que el margen utilizado por las palabras y sus significados los mantiene a salvo de la especie de aureola amarillenta que ha crecido desde aquellas manchas. Por unos instantes no puedo quitar la mirada de la franja que se forma entre el margen de las palabras y el borde de la página. Y aunque en un principio no sé explicarme el porqué de este gesto, luego caigo en cuenta que se debe a que estoy contemplando, en todo su esplendor, el único y verdadero reino de los hombres. Es decir, el espacio sobrante en el que vivimos entre lo transitorio y lo inexorable, entre el conocimiento que durante siglos hemos ido adquiriendo, atesorando y continuado heredando y el desconcierto que nunca ha cesado de provocarnos la permanente presencia del tiempo.


Pascal decía que el tiempo era de esa clase de cosas que resultaba imposible e inútil definir. Debido a ello, ya se hallaba presente en la mente de los hombres, gracias a la comprensión que les había dado la naturaleza. Y si bien no todos compartían la misma idea sobre su esencia, sí podían conocer y entender la relación entre el nombre y la cosa.

Sucede que quiero escribir sobre el tiempo, pero es en vano: el tiempo se manifiesta en todo, es imposible escribir sobre todo. Entonces, descubro que es, más bien, el tiempo quien me escribe. Pues que yo quiera escribir sobre el tiempo o que yo escriba de la forma en que escribo no son más que marcas del tiempo en el que vivo.

Entre mis apuntes encuentro una nota que describe el presente actual:
“…y los recovecos de las casas, de los depósitos, de las tiendas y demás, son asaltados por hordas de sujetos desesperados, amantes de tendencias y estilos de vida aparentemente extintos. Ya no se trata tan solo de apoderarse de las prendas mejor conservadas o de algunos artículos suntuosos debidamente rescatados. Va más allá de una típica fiebre propiciada por la moda; se extiende hacia otro tipo de objetos, los más comunes, los más cotidianos, los más sencillos. Hablo de juguetes, de adornitos caseros, de inservibles aparatos eléctricos, de instrumentos oxidados, de fantasmas. Nuevas empresas nacen aprovechando esta nostalgia colectiva. Nombres que se hallaban refugiados en el olvido, como los de ciertas marcas de bebidas y de golosinas, de algunos establecimientos comerciales, de varias series de televisión y películas, vuelven a instalarse frente a uno. La creatividad de los productores de cine parece haber llegado a un límite, porque ya no se alaba la novedad de un guión o de un director, salvo en pocas —rarísimas— ocasiones, sino la habilidad para lograr que el remake sea exitoso en las taquillas, y también supere (es decir, iguale) la calidad de la película madre. Surgen cada vez más estaciones de radio cuyas programaciones están enfatizadas en una u otra determinada década del siglo acabado (los sesenta, los setenta, los ochenta, los noventa…), antes que en un género o estilo contemporáneos. Hasta las grandes marcas comerciales dedicadas al fútbol —la religión suprema en el mundo de hoy— fabrican uniformes idénticos a los primeros que se utilizaron en la historia de los países que con ellas tienen contratos pactados. Inclusive, algunas de las aplicaciones utilizadas por equipos tecnológicos de última generación como cámaras digitales, teléfonos celulares, smartphones, laptops y tablets se diseñan para que puedan provocar un efecto cercano al que el artificio antecesor de cada uno de esos equipos, lograba en su propia época. Y cuando en las noticias se anuncia el cierre de la última fábrica de determinado objeto o artefacto (automóviles Wolkswagen del modelo “Escarabajo”, reproductores VHS, máquinas de escribir, etcétera), decenas de miles de sujetos en el mundo lo lamentan como si con ello se estuviese muriendo una parte de sí…”




Me pregunto: ¿Será que extraviamos algo muy valioso que nunca más fuimos capaces de recuperar —y de recuperarnos—, y nos dimos cuenta de ello porque no fuimos capaces de recordar que lo tuvimos o porque ya no estaríamos preparados jamás para volverlo a tener, y no nos quedó más que lamentarnos y consolarnos con simples simulacros?

Luego, otro de mis apuntes sale a la luz:
“Ocurre que, luego de haber paseado desorientados entre una habitación y otra, aunque a dicha situación le llamamos vida, al fin aparecemos en el pasadizo del tiempo donde descansan sobre el suelo las piezas mudas de aquel antiguo espejo que solíamos conocer como la verdad. Nos angustiamos intentando reunir sus esquirlas de acuerdo al tibio recuerdo que guardamos de nuestros reflejos. Sin embargo, descubrimos que, sea cual sea la combinación alcanzada, ninguno de nosotros recupera el reflejo de antes, el de un solo cuerpo, el de un solo rostro —tal como se supone habíamos sido creados originalmente—, y todo porque se trataba de una ilusión, ya que el espejo nos había estado engañando desde siempre.”

Tras leer el primero, me digo que todos esos objetos no son más que simulacros, imanes de la memoria. ¿Por qué son cada vez más valiosos? ¿Por haber resistido el paso del tiempo o por el solo hecho de provenir del pasado? En el caso del segundo, aunque de una forma más “lírica”, reflexiono sobre el mismo punto (de paso que hallo la respuesta a las interrogantes realizadas apenas un par de líneas arriba): estamos tratando de reunir las piezas que conforman nuestra identidad. Nos hemos espantado al enterarnos de que no somos un bloque sólido, con límites bien marcados, con medidas claras. Somos como los collages. Y es sabido que, por la propia naturaleza de los collages, de ellos nunca puede afirmarse que estén plenamente acabados. Depende de su autor que se les continúe agregando o quitando trozos de papel o de lo que sea.

Entonces, la aflicción de andar por el mundo sin una identidad definida —como solía ser— ha provocado en nosotros esta angurria. Angurria que hoy recibe el nombre de nostalgia.

Alguna vez soñé que viajaba en el interior de un autobús. Como me hallaba en un asiento a espaldas del copiloto no había detalle que se me escapara. Es así que puedo darme cuenta de que los demás pasajeros, personas de apariencia honorable, además de lucir unos rostros despreocupados, cargan —entre sus manos o sobre cualquier otro lugar de sus cuerpos— con distintos objetos. Los miro con mayor atención y descubro que dichos objetos me resultan familiares, pues han sido parte de mi vida, en el pasado. De modo que mientras una mujer se pinta los labios con el mismo lápiz de color que yo tomaba del tocador de mis tías abuelas para dibujar, un muchacho está utilizando la misma correa de cuero que solía llevar mi padre y que se caracterizaba por tener una hebilla de plata. Me fijo en los demás, y todos tienen algún otro objeto que… Aquí, sin embargo, es donde encuentro una traba para seguir escribiendo. Porque no es como en el sueño donde si uno desea huir, basta con que se despierte. Acá debo enfrentarlo. Y me refiero a la duda que viene a mí cuando intento describir esta última escena: ¿Cuál sería la expresión correcta? ¿Decir que cualquiera de esos objetos “me pertenece” o “me perteneció”? Por supuesto, ahora ya no poseo ni ese lápiz de color ni esa correa de cuero, el lápiz creo que lo usé hasta gastarlo y la correa no sé en dónde está, pero son sus imágenes y las impresiones que me produjeron alguna vez las que me obligan a decir —ya que así lo percibo— que todavía se encuentran aquí conmigo. Según leí en La rama dorada de J. G. Frazer, la magia contaminante —una de las versiones bajo la que presenta la magia propiamente dicha— se halla sostenida sobre el siguiente principio: que el vínculo entre las cosas que alguna vez estuvieron en contacto perdura, aun después de que se las separe, así que lo que se le haga a una afectará instantáneamente a la otra. ¿Acaso la nostalgia no vendría a ser una precisa demostración de esa forma de magia? Ya que ambas persiguen el mismo objetivo: diluir, por unos instantes, las barreras espacio-temporales entre alguien y una parte de ese alguien.

De un poema de Juarroz: “Y sospecho que hubiera sido preferible / quedarme en aquella perdida parte mía / y no en este casi todo / que aún sigue sin caer.”


¿Qué tan cierta es esta sensación de nostalgia que nos está invadiendo? ¿Es una manera de reconciliarnos con el pasado y así obtener las pistas y los medios que necesitamos para encontrarnos? ¿O solo lo idealizamos porque nuestro presente luce estéril e insalvable por completo? Pero ¿y si ambas alternativas fuesen válidas? Pienso que no habría problema. Y no lo habría porque ambas son válidas. Ya que sufrir por la nostalgia hoy en día resulta algo normal —hasta inicios del siglo XX seguía siendo considerada una enfermedad del espíritu, y los que se apartaban de su tierra por un tiempo prolongado eran sus principales víctimas, lo que hace que me pregunte ¿cuál es esa tierra que hemos dejado y a la cual necesitaríamos regresar?—, pero sufrirla por algo que nunca se ha tenido o vivido ¿es una invención valiosa o una miserable falsificación? ¿Existe diferencia alguna?

Estoy convencido de que debido a nuestra condición de collages vivientes tenemos la alternativa de inventarnos vínculos con el pasado. Pero solo si existe una verdadera identificación —un vínculo sincero— con los objetos del pasado, estaremos creándonos la identidad que ahora no tenemos. El contacto directo, por ende, queda en un segundo plano. La memoria se posa sobre los objetos de la misma manera que una sombra. Por donde se cierne, se estará situando. Y de este modo la angurria puede llegar a ser algo más que la nostalgia, puede ser esperanza.

La nostalgia solo se manifiesta si hay un distanciamiento de por medio, sea en el tiempo, sea en el espacio. Es decir, si un camino ha sido recorrido, pero sobre todo si uno, recorriendo ese mismo camino, se ha ido dispersando en él, con voluntad o sin ella. De tal modo que el volumen de su alma —¿alguien, alguna vez, se ha molestado en medir el peso y la altura de aquello que llama alma?— nunca revelará su real dimensión si solo se considera lo que dictan el aquí y el ahora, y no incluye, también, lo que tienen para decir el allá y el antes. La nostalgia, aunque muchos deseen percibirla así, no es un volver al pasado ni un pasado que está volviendo. Es en verdad la necesidad del presente que, cansado de estar confundido consigo mismo, opta por reconfigurarse, reconstruirse, recomponerse, aunque ello implique alterar sin compasión la ilusoria solidez de roca con la que carga el pasado, para poder —nuevamente— reconocerse. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Respuesta


 Estimado Lisandro:

Comparto tu punto de vista respecto al ensayista.  Y no considero que sea una afirmación arbitraria. Porque de acuerdo a cómo interpreto lo que señalas, pues, sí, el ensayista está entre el especialista y el creador. De uno debe rescatar y mantener la exhaustividad y rigor respecto a los datos,  recuerda que Rebaza así también lo plantea, mientras que del otro tiene que conservar y demostrar la pericia y el genio para hacer de su trabajo algo valioso, más allá de las cuestiones (y cuestionamientos) contextuales que, en un principio, pudieran motivarlo. Y esto último es una idea de Cerda, el ensayista chileno que descubrí en la Librería de la PUCP. Pero también de Neyra, quien, en nuestras dos esporádicas y brevísimas conversaciones,  era muy tajante acerca de ese punto (y aquí lo parafraseo, aunque si pudiese reproducir las imágenes que llevo en mi memoria, en especial la de su mano sosteniendo —en ese preciso instante— la idea —un objeto invisible pero palpable— y colocándola —exhibiéndola— frente a mi rostro, supongo, entonces, que solo de ese modo, todas estas palabras serían más creíbles): uno puede tener el conocimiento, que en el caso del ensayo —y este es ya un aporte mío— viene a ser un conjunto de interrogantes sin pronta solución, pero si no se sabe cómo transmitirlo, si uno no maneja la prosa responsablemente, entonces no le sirve de nada, no puede hacer  nada finalmente.

Un paréntesis. Es casi imposible concentrarse en ideas de este vuelo cuando uno tiene prácticamente el cuerpo entero adolorido. Estos días he estado con la bicicleta de un lugar  para otro, cosa que nunca había llevado con el ritmo que lo estoy haciendo ahora, pues siempre la utilizaba una o dos veces a la semana, pero nunca cinco días seguidos y sin ninguno de descanso. Además, hace un par de días, junto con unos amigos del barrio, tuvimos una pichanga nocturna, que —triste es aceptarlo— ha evidenciado el innegable peso (así, con e, y no con a) del tiempo sobre mi cuerpo. Continúo.

Digamos que el ensayista no solo deberá obtener el material sobre el cual querrá trabajar, sino también deberá trabajarlo de tal modo que termine resultando sólido y atractivo. ¿Te das cuenta de lo que estoy hablando? Te lo pregunto, porque yo recién lo estoy haciendo apenas he terminado de escribir estas líneas. Le estoy exigiendo al ensayo, al resultado del trabajo del ensayista, que su contenido —el material— sea intervenido de manera que se sostenga por sí mismo, es decir, que haya una estructura, un esqueleto, a cargo de ello, así como que dicho contenido —otra vez el material—  sea intervenido de manera que llame la atención del lector, ya sea con delicadeza y finura o ya sea con desfachatez e ironía. De un lado la especialización y del otro la técnica. Las dos son palabras horribles, pero sé que me entiendes. Si propones dos mejores, las tomaré sin problemas. ¿Sabes? Hay algo que no quiero dejar ir, así que te lo diré así en bruto. Indico que el ensayista deberá obtener su material. Bueno, para eso, también, creo yo, tendrá que recurrir a la especialización y a la técnica para lograrlo. Entonces, al final, todo —como siempre ocurre en el caso de las cosas que viven— termina vinculándose, el extremo de aquí con el extremo de allá, lo cóncavo de por allá con lo convexo de por aquí, y así hasta la náusea.

Otro paréntesis. No sé porque digo náusea. ¿Será porque no es conveniente —para la salud espiritual de uno— estar enterado de cada uno de los vínculos que se forman alrededor de uno? ¿Será por temor de descubrir que no somos un extremo sino un vínculo cualquiera? No sé. Ya estoy divagando. Mejor sigo con lo que te decía.

El hecho es que la especialización y la técnica (tienes que ayudarme a encontrar otras dos mejores palabras) intervienen en todos los procesos del trabajo del ensayista. Es más, sin ellas no puedes ser un ensayista. No se trata del trabajo únicamente, o del resultado del trabajo, sino del propio trabajador. Quizá —y pienso que esto ya no es uno de mis típicos discursos de consuelo— esto explicaría porque toma tanto tiempo llegar a ser uno. Antes, quiérase o no, has debido ser un especialista, pero también un creador. Antes, has debido querer ser uno de los mejores investigadores/críticos/teóricos de por estos lares, pero también has debido querer ser uno de los mejores poetas o narradores de tu generación. Creo que, ya sin rubores o falsas modestias, tú y yo hemos deseado —tarde o temprano, uno antes del otro o viceversa— esos rasgos para con nuestras propias historias. ¿Me equivoco?

Un último paréntesis. He vuelto a escribir poemas —o textos con pretensiones de poesía— y eso es algo que no hacía desde hace como cinco años. Ahora me siento menos osado, como cuando en las épocas de la facultad era capaz de salir a leer cualquiera de mis textos frente a una veintena de personas, pero ahora me siento más preparado, no en vano he leído las cosas que he leído y tampoco han sido casuales las cosas que me han tocado vivir. Volvamos.

Así pues, lo ideal —para el ensayista— es saber encontrar el equilibrio entre su ser investigador y su ser creador. Te lo digo porque de caer en uno de los dos, pues puede perder ciertas destrezas, habilidades, competencias, no sé qué nombre darles, que son muy necesarias.  Son vitales. Imagina un ensayista como neto investigador (con la rigidez como consigna). No aceptará los aportes del azar, de la idiotez, de la incertidumbre. Imagina un ensayista como neto creador (con el ritmo como dios). No le importará inventar cualquier cosa con  tal de no estropear la imagen que elabora.

Estuve leyendo aquel libro de entrevistas que Edgar O’Hara preparó sobre Emilio Adolfo Westphalen. Se llama La poesía en custodia, y fue editado por el Congreso de la República, allá por 2005. Rescato el siguiente pasaje para que, con tus cuotas de especialización y de técnica debidamente desarrolladas, te des cuenta de lo que te he venido diciendo.

Un abrazo.

E.O.: ¿Fue un recurso [el uso de los guiones] que hiciste que saltara de la poesía a tus ensayos o de tus ensayos a la poesía?
E.A.W.: Cómo será. En los ensayos pongo los guiones.
E.O.: Y en los poemas también… Hay un deseo de expresar la experiencia de lo poético a través de una forma que junte la prosa con la poesía, para no hablar de verso… Me gustaría saber si era un deseo de eliminar una frontera entre la reflexión sobre el poema y el ejercicio de arañar o “desgarrar” lo poético…
E.A.W.: Bueno… ya vas muy lejos, creo.
E.O.: Es que hacia allá me llevan tus escritos.
E.A.W.: Hay mucho de inconsciente en todo eso… Tú eres muy consciente de cada detalle…
E.O.: Porque tú eres un poeta que no se permite la irracionalidad a la hora de buscar la palabra justa. En ese sentido la maestría de Eguren, ¿no?, te ha llevado a ello, a diferencia de la escritura de Moro, que es tan distinta. Tus prosas son una especie de homenaje, o respuesta, o guiño, a Los motivos….
E.A.W.: Bueno, puede ser que algo de eso haya ocurrido porque es muy particular la prosa de Eguren. ¡Y…! Ya estoy cansado.
E.O.: Terminemos entonces.

(pp. 129-130)


viernes, 7 de junio de 2013

¿Hacia dónde?

Estimado Paulo:

Ha caído entre mis manos, por pura casualidad, un libro de la historiadora María Emma Mannarelli, Pecados públicos. Es un texto breve, claro y de ideas cabales. Su lectura ha despertado en mí las disquisiciones, comentarios y golpes bajos de una discusión que, seguramente, tú también conservas en la memoria. Me refiero a ese extenso diálogo que mantuvieron Mirko Lauer, Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado, Abelardo Oquendo y Marco Martos en 1979, y que recién fue publicado dos años después por Mosca Azul editores. El tema central que concitó esa reunión fue la “crisis de los estudios literarios”. Una de las frases que abrió el debate remarcaba cómo las ciencias sociales iban despojando a los estudios literarios de sus temas. Hasta qué punto es esto verdad no lo sé. Pero conforme avanzaba el debate, me daba cuenta de que el tema de fondo era la especialización de la investigación literaria. Para ellos, la forja de una academia universitaria nacional relacionada con las agendas de otras universidades extranjeras, significaba una giro radical respecto a cómo se había concebido y llevado a cabo los estudios literarios. Recuerdo, a media luz, con especial énfasis, una frase de Oquendo que sostenía que para hacer crítica literaria no hacía falta más que un poco de agudeza y ciertas lecturas imprescindibles de los clásicos de la literatura. Es cierto que cada uno de los participantes, a su manera, simbolizaba una actitud, o un estado, respecto a este proceso que se consolidaba en estos años.
Lauer mencionó en un ensayo posterior, “El liberal imaginario”, de su libro El sitio de la literatura. Escritores y política en el Perú del siglo XX, 1989, que debido al Boom de la novela latinoamericana se había establecido un puente comercial entre España y esta parte de América. Asimismo, creo, se había creado un puente académico, de discusión y de problemáticas similares. Latinoamérica, en primer lugar su literatura, entraba a formar parte de los temas vigentes. En el fondo, la especialización era un nuevo componente que ponía en jaque las formas tradicionales de concebir la literatura. En el proceso creativo, la universidad iría cobrando poco a poco una mayor relevancia. Y la figura del estudioso de la literatura iría separándose de la del ensayista y la del creador. Te has dado cuenta de que distingo entre el ensayista y el creador. Parece una arbitrariedad sin duda. No niego que a veces una misma persona podía encarnar roles distintos. Pero lo que me importa es rescatar cómo el primero justificaba, en parte, su discurso por la eficacia social que portaba, por lo menos potencialmente. Me parece claro que para Mariátegui la elegancia y el ritmo raudo de su prosa eran mecanismos para concitar la atención de un lector ávido de una dirección. Incluso cuando el público se reduce por la “especialización” del tema (en este momento pienso en los ensayos literarios de Paz), la persuasión parece ser un rezago de esa antigua eficacia social que he mencionado. En el ensayo pervive esa búsqueda de credibilidad (mira que no digo veracidad).
Ahora, me dirás, ¿qué tiene que ver eso con la “crisis” de los estudios literarios y la especialización? Creo que la lectura de Pecados públicos me ha permitido notar, desde este lugar del mundo, que estamos en un camino inverso: la “especialización” implica una suerte de marco común. Las ciencias sociales no pueden —ni deben— alejarse de la literatura. Y el ensayo cumple un rol pertinaz en esta nueva circunstancia. Escribir un ensayo es aspirar a la recuperación de ese canal entre la conciencia crítica del lector y el investigador. Ahora falta especificar dos cosas: cómo escribirlo y cómo transformar ese discurso en una práctica política. Habrá que releer a ciertos nombres claves y no contentarse con lo que dicen los manuales.

miércoles, 5 de junio de 2013

El canon literario y las postales turísticas

El canon tradicional —si lo definimos de la manera más concisa posible— se encarga de seleccionar y consagrar tanto a los autores como a las obras que contribuyen con generar una visión panorámica de una sociedad en una época determinada. Así es como le otorga a una cierta cultura un carácter específico, aunque variable y maleable en el tiempo. El canon, por ello, aspirará a la homogeneidad de los textos, de modo que la visión que representen de su cultura coincida con la visión de los grupos sociales que desean mantener su hegemonía. Tal información deberá ser trasmitida y compartida a través de canales que ya conocemos: colegios y universidades, para que puedan continuar dichas condiciones de homogeneidad y hegemonía. Por ende, el canon adquiere sentido en cuanto identifica y establece las coordenadas que guiarán nuestras lecturas. Solo así se comprende el hecho de que cualquier autor y obra que intenten ser parte de él deban atravesar un filtro ideológico, disimulado por supuesto tras una serie de estrictos requisitos “estéticos”, con el fin de que terminen situados —sean leídos— de manera correcta, y no logren poner en riesgo a todo el conjunto.

El canon, utilizando una simple analogía, viene a ser una especie de “postal turística”. Puesto que, se trate del lugar que se trate, la postal nos presentará una imagen predeterminada, la más distintiva supuestamente, y así nos acondicionará antes de que nos acerquemos y lo descubramos nosotros mismos. Si no hemos tenido la oportunidad de contemplar directamente los monumentos, las ciudades o los paisajes dignos de ser visitados alrededor del mundo, nos ocurre que las imágenes de aquellos lugares, que terminan por depositarse al interior de nuestras mentes, coinciden con las que provienen de las tan preciadas postales turísticas. Salvo que en algún momento los visitemos y exploremos, no nos libraremos de la imagen que, de tanto repetirse, ha terminado por despegarse del objeto del cual nació y, adquiriendo vida propia, nos ha mantenido confundidos. El tiempo, las circunstancias, pero también los profesionales de la respectiva disciplina, serán los encargados de seleccionar la imagen que compondrá la postal que luego llegará hasta nosotros. Mientras no aparezca un nuevo elemento, algo que llame nuestra atención —ya sea construido, ya sea descubierto, ambos casos nos sirven aún para nuestra analogía—, la misma imagen de la postal seguirá siendo útil.


Hay un punto en el que las obras de los escritores más celebrados se convierten en grandes “atracciones turísticas”: todos tienen que conocerlas, todos necesitan contar con una prueba fehaciente de que estuvieron en contacto con ellas. Hay algo cierto: aquellas “atracciones turísticas”, luego de ser aclamadas intensamente, se vuelven, de manera inevitable, en las más vulnerables a que sobre ellas se imponga una única imagen, una única versión permitida de “postal”. Si queremos evitarlo, porque apreciamos dichas obras, pero no es posible que la mayor cantidad de personas logre un directo contacto con ellas, entonces deberemos proporcionarles, antes que una mísera postal, un álbum entero o, más que eso, una película, una experiencia de vida…