El canon tradicional —si lo definimos de
la manera más concisa posible— se encarga de seleccionar y consagrar tanto a
los autores como a las obras que contribuyen con generar una visión panorámica
de una sociedad en una época determinada. Así es como le otorga a una cierta
cultura un carácter específico, aunque variable y maleable en el tiempo. El
canon, por ello, aspirará a la homogeneidad de los textos, de modo que la
visión que representen de su cultura coincida con la visión de los grupos
sociales que desean mantener su hegemonía. Tal información deberá ser
trasmitida y compartida a través de canales que ya conocemos: colegios y
universidades, para que puedan continuar dichas condiciones de homogeneidad y
hegemonía. Por ende, el canon adquiere sentido en cuanto identifica y establece
las coordenadas que guiarán nuestras lecturas. Solo así se comprende el hecho
de que cualquier autor y obra que intenten ser parte de él deban atravesar un
filtro ideológico, disimulado por supuesto tras una serie de estrictos
requisitos “estéticos”, con el fin de que terminen situados —sean leídos— de
manera correcta, y no logren poner en riesgo a todo el conjunto.
El canon, utilizando una simple analogía,
viene a ser una especie de “postal turística”. Puesto que, se trate del lugar
que se trate, la postal nos presentará una imagen predeterminada, la más
distintiva supuestamente, y así nos acondicionará antes de que nos acerquemos y
lo descubramos nosotros mismos. Si no hemos tenido la oportunidad de contemplar
directamente los monumentos, las ciudades o los paisajes dignos de ser
visitados alrededor del mundo, nos ocurre que las imágenes de aquellos lugares,
que terminan por depositarse al interior de nuestras mentes, coinciden con las
que provienen de las tan preciadas postales turísticas. Salvo que en algún
momento los visitemos y exploremos, no nos libraremos de la imagen que, de
tanto repetirse, ha terminado por despegarse del objeto del cual nació y,
adquiriendo vida propia, nos ha mantenido confundidos. El tiempo, las circunstancias,
pero también los profesionales de la respectiva disciplina, serán los
encargados de seleccionar la imagen que compondrá la postal que luego llegará
hasta nosotros. Mientras no aparezca un nuevo elemento, algo que llame nuestra
atención —ya sea construido, ya sea descubierto, ambos casos nos sirven aún
para nuestra analogía—, la misma imagen de la postal seguirá siendo útil.
Hay un punto en el que las obras de los
escritores más celebrados se convierten en grandes “atracciones turísticas”:
todos tienen que conocerlas, todos necesitan contar con una prueba fehaciente
de que estuvieron en contacto con ellas. Hay algo cierto: aquellas “atracciones
turísticas”, luego de ser aclamadas intensamente, se vuelven, de manera
inevitable, en las más vulnerables a que sobre ellas se imponga una única
imagen, una única versión permitida de “postal”. Si queremos evitarlo, porque
apreciamos dichas obras, pero no es posible que la mayor cantidad de personas
logre un directo contacto con ellas, entonces deberemos proporcionarles, antes
que una mísera postal, un álbum entero o, más que eso, una película, una
experiencia de vida…
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