Estimado Paulo:
Ha caído entre mis manos, por pura
casualidad, un libro de la historiadora María Emma Mannarelli, Pecados públicos. Es un texto breve,
claro y de ideas cabales. Su lectura ha despertado en mí las disquisiciones,
comentarios y golpes bajos de una discusión que, seguramente, tú también
conservas en la memoria. Me refiero a ese extenso diálogo que mantuvieron Mirko
Lauer, Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado, Abelardo Oquendo y Marco
Martos en 1979, y que recién fue publicado dos años después por Mosca Azul
editores. El tema central que concitó esa reunión fue la “crisis de los
estudios literarios”. Una de las frases que abrió el debate remarcaba cómo las
ciencias sociales iban despojando a los estudios literarios de sus temas. Hasta
qué punto es esto verdad no lo sé. Pero conforme avanzaba el debate, me daba
cuenta de que el tema de fondo era la especialización de la investigación
literaria. Para ellos, la forja de una academia universitaria nacional
relacionada con las agendas de otras universidades extranjeras, significaba una
giro radical respecto a cómo se había concebido y llevado a cabo los estudios
literarios. Recuerdo, a media luz, con especial énfasis, una frase de Oquendo
que sostenía que para hacer crítica literaria no hacía falta más que un poco de
agudeza y ciertas lecturas imprescindibles de los clásicos de la literatura. Es
cierto que cada uno de los participantes, a su manera, simbolizaba una actitud,
o un estado, respecto a este proceso que se consolidaba en estos años.
Lauer mencionó en
un ensayo posterior, “El liberal imaginario”, de su libro El sitio de la literatura. Escritores y política en el Perú del siglo
XX, 1989, que debido al Boom de la novela latinoamericana se había
establecido un puente comercial entre España y esta parte de América. Asimismo,
creo, se había creado un puente académico, de discusión y de problemáticas
similares. Latinoamérica, en primer lugar su literatura, entraba a formar parte
de los temas vigentes. En el fondo, la especialización era un nuevo componente
que ponía en jaque las formas tradicionales de concebir la literatura. En el
proceso creativo, la universidad iría cobrando poco a poco una mayor relevancia.
Y la figura del estudioso de la literatura iría separándose de la del ensayista
y la del creador. Te has dado cuenta de que distingo entre el ensayista y el
creador. Parece una arbitrariedad sin duda. No niego que a veces una misma
persona podía encarnar roles distintos. Pero lo que me importa es rescatar cómo
el primero justificaba, en parte, su discurso por la eficacia social que
portaba, por lo menos potencialmente. Me parece claro que para Mariátegui la
elegancia y el ritmo raudo de su prosa eran mecanismos para concitar la
atención de un lector ávido de una dirección. Incluso cuando el público se
reduce por la “especialización” del tema (en este momento pienso en los ensayos
literarios de Paz), la persuasión parece ser un rezago de esa antigua eficacia
social que he mencionado. En el ensayo pervive esa búsqueda de credibilidad
(mira que no digo veracidad).
Ahora, me dirás,
¿qué tiene que ver eso con la “crisis” de los estudios literarios y la
especialización? Creo que la lectura de Pecados
públicos me ha permitido notar, desde este lugar del mundo, que estamos en
un camino inverso: la “especialización” implica una suerte de marco común. Las
ciencias sociales no pueden —ni deben— alejarse de la literatura. Y el ensayo
cumple un rol pertinaz en esta nueva circunstancia. Escribir un ensayo es
aspirar a la recuperación de ese canal entre la conciencia crítica del lector y
el investigador. Ahora falta especificar dos cosas: cómo escribirlo y cómo
transformar ese discurso en una práctica política. Habrá que releer a ciertos
nombres claves y no contentarse con lo que dicen los manuales.
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