Uno lee Ña Catita y se aburre. Me ha pasado. Y eso que he leído el libro
dos veces para salir de dudas. El humor está seco. Las bromas, cuando no son
predecibles, están enmohecidas por el tiempo. Es una obra que no recomendaría
para el contacto con los jóvenes (no entiendo cómo Alfaguara Perú la ha
colocado en su sección juvenil, ¡aunque también consideró a Aves sin nido!), menos aún si el
objetivo es acercarlos al placer de la lectura. No es la manera. No obstante
todos los disgustos que uno puede tener respecto a estas obras “clásicas”, lo
mejor de los costumbristas casi no se lee. Me refiero a esos amenos, curiosos y
experimentales (uso el término de forma bastante laxa) artículos de costumbres.
Cuando uno mide su capacidad de trabajo con la de un escritor como Manuel
Ascencio Segura o Felipe Pardo y Aliaga, se siente pequeño, pequeñito.
Los costumbristas
eran capaces de escribir un periódico ellos solos. Sin necesidad de redactores,
se inventaban todas las secciones y las elaboraban ellos mismos. Diagramadores.
Directores. Redactores. Publicistas. Esa maleable capacidad para el trabajo y el
vértigo de la premura por publicar a tiempo han quedado impregnados en sus
artículos. No son cuentos. No son crónicas. No son ensayos. Son una especie de
espacio intersticial donde la forma se retuerce y cambia según la necesidad del
autor. Cada vez que he revisado uno de esos artículos, me digo como lector “y
ahora qué toca”. Siempre sorpresivos, no siempre diestros. Estos artículos no
son perfectos. A veces yerran. Otras, se quedan a medio camino, por alguna
dificultad técnica. Sin embargo, cuando termino de leer, una sonrisa de
iluminado cubre el lado izquierdo de mi rostro (súmele a eso, lector, mis
formas redondeadas y verá, sin problemas, la eminente figura de Buda), me digo
entonces, diosito lindo, por lo que más quieras, dame la vehemencia y la fortaleza
de un costumbrista. Y, luego, espero que Lisandro Gómez despierte convertido en
un monstruoso costumbrista.
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