De dos desconocidos.
Aunque me ocurra de forma casual, sea en el lugar
que sea, y más allá de que dure sólo un instante, al toparme con la
conversación de dos desconocidos, quiéralo o no, ciertas palabras terminarán
por apoderarse de mis tímpanos.
Si pretendo entender su sentido, y así consigo encontrar
en ellas la respuesta o la solución a mis dudas no dichas, entonces serán como
aquellas semillas que al invierno sobreviven bajo tierra y que finalmente germinan
porque a tiempo las alcanzó el calor de la vida. Su fruto azaroso me sosegará.
En cambio, si pretendo entender su sentido, tan
sólo prendido por la curiosidad, como aficionado analista de discursos que soy,
entonces deberé tener la pericia de capturarlas cuando en su viaje de esquirlas
atraviesen mi campo interpretativo —pues así como existe uno visual, existe uno
interpretativo— para que así, lo más pronto posible, determine su forma y su
destino. A veces lo consigo, a veces no.
Cuando creo que sí, me satisfago por haber
capturado —metiendo la mano a ciegas en aquel estanque fangoso que es el mundo— una preciosa
serpiente: el sentido. Pero cuando descubro que no, me doy cuenta que sólo he
cogido la piel —una redecilla oblonga y escurridiza— y que la serpiente, suelta
en el agua que comparte conmigo, no sólo está dispuesta a escapar de mi
presencia.
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