¿Escribir para qué? ¿Para liberarse? ¿Por goce? ¿Por
autoestima? ¿Como terapia? ¿Por vanidad? ¿Por amor? ¿Por miedo? ¿Para salvar el
mundo? ¿Para destruirlo? ¿Para suicidarse? ¿Para encontrar un amigo? ¿Para
burlarse de los demás? ¿Para exhibirse? ¿Escribir por escribir? ¿Por la patria?
¿Para ganar dinero? ¿Cómo venganza? ¿Para alimentar a los hijos? ¿Para
persuadir? ¿Para mentirse? ¿Para no matarse? ¿Para conquistarla? ¿Para
martirizarla? ¿Por rencor? ¿Por envidia? ¿Por la gloria? ¿Para inmolarse? ¿Para
que te recuerden? ¿Para que una calle lleve tu nombre? ¿Para licenciarse? ¿Para
vender? ¿Para comprar? ¿Para tener una revista? ¿Para viajar por el mundo?
¿Para ser importante? ¿Por sinceridad? ¿Por asco? ¿Para la posteridad? ¿Para
asegurarse una beca? ¿Por si acaso? ¿Porque sí? ¿Porque no sé hacer otra cosa?
¿Por trabajo? ¿Por ninguna de las anteriores? ¿Porque me da la reverenda gana?
¿Porque quiero? ¿Porque puedo? ¿Por la migraña? ¿Para cuidar el páncreas? ¿Para
evitar la nostalgia? ¿Para evitar la pachocha? ¿Para calentar el cuerpo? ¿Para
bajar de peso? ¿Para endurecer las nalgas? ¿Para imaginar? ¿Para vivir?
II
¿Original?
Reviso mi primer apunte en este blog. Algo de
tristeza empaña los ojos que observan, con algo de detenimiento, esas líneas caprichosas.
La manera obsesiva en la que se reitera, sin justificación alguna, el mito de
la identidad, del yo —arraigado todavía fuertemente en nuestra conciencia—, me
parece, ahora que lo reviso nuevamente, deplorable, casi grosero. La exaltación
no reemplaza al precioso ejercicio de la argumentación. Cualquier proclama que
tuviera como base esta farsa no puede sostenerse ante la mínima indagación.
Descubro sin sobresaltos que la angustia de esas líneas encuentra su mitad en
otro mito, acaso más frágil que el anterior: la originalidad. La idea de que
nuestra identidad es una singularidad absoluta es el cimiento para esta otra
más descabellada: esa individualidad merece ser registrada, inventariada en el
extenso catálogo de las creaciones artísticas. Lejos estamos ya del entusiasmo
romántico. Ahora, “cuando todo está dicho”, ¿qué propósito tendría resucitar
esa antigua mitología? ¿La importancia de la persona consagra la importancia de
la obra? Creemos ser únicos, cuando en realidad no somos más que réplicas
insignificantes, duplicados de una sola imagen ubicua. Nuestra felicidad es
impostada. El dolor que nos sorprende es otra artimaña del engaño. No sentimos.
No pensamos. No somos más que el abismo que existe entre un cuerpo y otro
cuerpo. No habitamos dentro sino recorremos pasillos imposibles donde alguien
asegura respirar. ¿Qué hacer frente al flujo lujoso de las imágenes que se
repiten? El desconcierto escandaloso de vivir en busca de la semejanza, de la
simetría, de la sinonimia absoluta del alma exige de nosotros algún tipo de
respuesta. ¿Esperanza? ¿Es el papel el peligroso estímulo que incita a la
revuelta? ¿Puede uno refugiarse en las palabras que se amontonan como granos de
cebada? ¿Qué absurdo espejismo ilumina nuestro camino a la salvación? Frente a
la dictadura de lo mismo, ¿qué sentido tiene creer en uno mismo? La distancia
entre el mar y el vaso con agua no es una metáfora.
III
Como que
Mario Bellatin se dio cuenta hace mucho
¿Existe un camino? ¿El entrenamiento de la
sensibilidad? ¿La aristocracia del sentir? ¿El egoísmo de la perspicacia?
Consumo poesía —no existe mejor expresión—. Me quejo porque los demás no
consumen poesía. Creo ser mejor porque “yo sí siento, yo sí entiendo”.
Peligrosa mirada que se cree
todavía en el siglo XIX: el arte como espacio privado, exclusivo. ¿El poeta
aspira al infinito? Siempre. Solo que le hace falta una nueva dieta.
IV
Créase
que no está aquí
Me arrodillo y siento. La coraza. Del corazón. Es un
animal. Separado. Como yo o como. Tú. Que no crees en. Nada. Más. Encierro. Las
monedas que. Pasan. Por aquí y. Por acá. Hay. Una exquisita. Y. Trémula.
Caricia. Todavía suspirando donde. El polvo no. Envejece ni. Ansía.
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