Desde ya, en una situación como esta, mi única consigna radica en el aprendizaje que me permita vivir en este mundo en el que, lamentablemente, he nacido. Si existe un lugar —intersticial o no— desde donde emitir la palabra y defender ese mito que se llama yo mismo, habrá que jugar con esa carta como si fuera la última fruta en medio del desierto. Nada nos salvará. Tampoco el amor. Ello no significa, claro está, que no amemos. Ante el sopor de la vida diaria, la insanía, la pasión, el egoísmo de la negación y la pálida esperanza de subsistir son lo único que me queda. El propósito principal que me guía es deshacer una retórica de lugares comunes, una imaginación consensuada y un pensamiento de manual. Para ello no queda sino la inmersión en lo mismo que detesto y la búsqueda de aquellos maestros que han avanzado por esa senda. El método se llama ensayo. Le pongo ese nombre porque no encuentro otra manera de justificar las veleidades de una escritura que, todavía torpe, escapa a mi voluntad de expresión. Mi ingenuidad me lleva a confiar ciega y únicamente en la imaginación y el amor. Si mi vida sirve de algo, que sea para seguir cometiendo el mismo error de todos los ilusos que han persistido en sus sueños como una forma de vigilia. No tengo la menor idea de dónde va a ir a parar esto. Ni si estoy capacitado para conseguir los objetivos que me he propuesto. Lo único que tengo seguro es que, en el desalmado oficio de las palabras, es fundamental discriminar la vida de la muerte, lo usual de lo casual y lo efímero de lo intangible. No quiero ser un escritor encerrado en su cabeza.
viernes, 3 de mayo de 2013
De cómo uno se encuentra sin quererlo exactamente
¿Cómo superar el lugar común en un mundo donde la similitud es la norma? ¿Qué hacer? Encontrar la verdad, la luz, la naturaleza primera del hombre, no son ejemplos saludables de acción contestataria en esta época. Imaginar, pensar, padecer son, ahora, ejercicios de calco, obstinada reiteración de modelos ubicuos y, parece ser, inobjetables. La percepción es una sola continuidad entre hombres que se saturan de televisión y que saltan nerviosamente por los laberintos del internet. Esta observación no soslaya a los dedicados a la investigación humanística. La aplicación sesuda de algún método es, finalmente, lo que la Academia evalúa y lo que —me lleno de melancolía al pensarlo— premia. Los procedimientos para convertirse en un hombre en este mundo ultraburgués son de acceso común, más aún, son inevitables. El ansia de ser “original” no encuentra sino una réplica en lo cotidiano que, una y otra vez, se afirma como una fatalidad. La imaginación ha sido conquistada. Sus territorios no designan, ahora, ningún tipo de individualidad.
Desde ya, en una situación como esta, mi única consigna radica en el aprendizaje que me permita vivir en este mundo en el que, lamentablemente, he nacido. Si existe un lugar —intersticial o no— desde donde emitir la palabra y defender ese mito que se llama yo mismo, habrá que jugar con esa carta como si fuera la última fruta en medio del desierto. Nada nos salvará. Tampoco el amor. Ello no significa, claro está, que no amemos. Ante el sopor de la vida diaria, la insanía, la pasión, el egoísmo de la negación y la pálida esperanza de subsistir son lo único que me queda. El propósito principal que me guía es deshacer una retórica de lugares comunes, una imaginación consensuada y un pensamiento de manual. Para ello no queda sino la inmersión en lo mismo que detesto y la búsqueda de aquellos maestros que han avanzado por esa senda. El método se llama ensayo. Le pongo ese nombre porque no encuentro otra manera de justificar las veleidades de una escritura que, todavía torpe, escapa a mi voluntad de expresión. Mi ingenuidad me lleva a confiar ciega y únicamente en la imaginación y el amor. Si mi vida sirve de algo, que sea para seguir cometiendo el mismo error de todos los ilusos que han persistido en sus sueños como una forma de vigilia. No tengo la menor idea de dónde va a ir a parar esto. Ni si estoy capacitado para conseguir los objetivos que me he propuesto. Lo único que tengo seguro es que, en el desalmado oficio de las palabras, es fundamental discriminar la vida de la muerte, lo usual de lo casual y lo efímero de lo intangible. No quiero ser un escritor encerrado en su cabeza.
Desde ya, en una situación como esta, mi única consigna radica en el aprendizaje que me permita vivir en este mundo en el que, lamentablemente, he nacido. Si existe un lugar —intersticial o no— desde donde emitir la palabra y defender ese mito que se llama yo mismo, habrá que jugar con esa carta como si fuera la última fruta en medio del desierto. Nada nos salvará. Tampoco el amor. Ello no significa, claro está, que no amemos. Ante el sopor de la vida diaria, la insanía, la pasión, el egoísmo de la negación y la pálida esperanza de subsistir son lo único que me queda. El propósito principal que me guía es deshacer una retórica de lugares comunes, una imaginación consensuada y un pensamiento de manual. Para ello no queda sino la inmersión en lo mismo que detesto y la búsqueda de aquellos maestros que han avanzado por esa senda. El método se llama ensayo. Le pongo ese nombre porque no encuentro otra manera de justificar las veleidades de una escritura que, todavía torpe, escapa a mi voluntad de expresión. Mi ingenuidad me lleva a confiar ciega y únicamente en la imaginación y el amor. Si mi vida sirve de algo, que sea para seguir cometiendo el mismo error de todos los ilusos que han persistido en sus sueños como una forma de vigilia. No tengo la menor idea de dónde va a ir a parar esto. Ni si estoy capacitado para conseguir los objetivos que me he propuesto. Lo único que tengo seguro es que, en el desalmado oficio de las palabras, es fundamental discriminar la vida de la muerte, lo usual de lo casual y lo efímero de lo intangible. No quiero ser un escritor encerrado en su cabeza.
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