La reciente promoción, conformada por autores nacidos entre las décadas del 70 y 80, ha sido denominada por la crítica, en un claro afán simplificador, como la “Generación del 2000”. Una etiqueta que no ha estado exenta de polémica por su imprecisión conceptual y cronológica. Como consecuencia, hasta el día de hoy, la producción literaria de este grupo de poetas solo se ha revisado de forma panorámica, pese a que muchos de ellos cuentan ya con dos o más libros en su haber. Esto, sumado al hecho de que el circuito literario local no incentiva de forma adecuada el debate entre sus propios integrantes, ha llevado a que se ignore casi por completo la concepción que cada uno de ellos posee respecto a la poesía así como a la práctica de la escritura en estos tiempos. Por ese motivo, hemos convocado a doce de los poetas más representativos de la última década en nuestro país (Andrea Cabel, Denisse Vega Farfán, Diego Lazarte, Carlos Quenaya, Paul Guillén, Víctor Ruiz, Bruno Pólack, Kreit Vargas, Karina Valcárcel, Manuel Fernández, Cecilia Podestá y Teresa Cabrera). Sin duda, la lista es incompleta, y acaso arbitraria, pero nuestro objetivo es, ante todo, cartografiar, por medio del diálogo con algunos creadores, las sintonías, rupturas, cruces, matices y nuevos rumbos de la poesía peruana última. Este material es, no lo dudamos, un documento importante para conocer y, esperamos, comprender un poco más los nuevos cauces de la poesía en el Perú. Los diálogos están programados para los viernes 02, 09, 16 y 23 de agosto y 06 y 13 de setiembre en el Salón de Recepciones del Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Av. Nicolás de Piérola 1222, Parque Universitario a las 7:00 p.m. El ingreso es libre.
miércoles, 31 de julio de 2013
viernes, 26 de julio de 2013
Tomar las calles
El lunes 22 de julio un suceso, que
sin falsas modestias cabe dentro del rótulo de “acontecimiento histórico”,
sacudió Lima. Un grupo de jóvenes, y no tan jóvenes, se concentró en la Plaza
San Martín. Si la cifra de manifestantes fue modesta, no lo fueron sus
consecuencias. Procedían de distintos lugares de Lima y de ideologías no
siempre compatibles. La novedad, tal vez, radicó en la forma cómo se incitó
esta breve, pero efectiva, revuelta: las redes sociales jugaron un rol decisivo
al permitir una comunicación directa entre un grupo que se denominó a sí mismo
como “Indignados”. Ese apelativodescribe con exactitud la motivacióncentral de
los participantes a esta manifestación. Desde la Marcha de los Cuatro suyos o
los incidentes a raíz del Baguazo, habíamos olvidado que el ciudadano tiene la
opción de reclamar ante la injusticia, el abuso y el vicio político. El
silencio es siempre cómplice. En una sociedad donde las personas prefieren
mantener el perfil bajo para mantener sus beneficios, es urgente recuperar la
posibilidad a veto.
Este
grupo de manifestantes, organizados a partir de un sentimiento común, invadió
las calles e hizo sentir, con su sola presencia, la necesidad de recuperar (y
renovar) la política. Todos somos, nos guste o no, parte de este sistema.
Cuando recuperemos la conciencia de que nuestra participación no solo se limita
a elegir a nuestros representantes cada cinco años, podremos acercarnos a una
verdadera ciudadanía. Urge cambiar nuestro mutismo por una voz que deje de
implorar favores y se arriesgue a la crítica, al reclamo y, si es necesario, al
repudio público. La toma de espacios es, me parece, solo el inicio para
recuperar nuestra memoria: uno nunca cede
completamente el poder, lo presta. Las autoridades son nuestrosrepresentantes. Están al servicio de la
ciudadanía. No al revés. Mientras no grabemos esa premisa a fuego en nuestra
conciencia, no podemos esperar una real transformación de este país ni del mundo.
Para
no caer en la apología, cabe señalar también algunos otros “inconvenientes”.
Cuando llegué a la Plaza San Martín esperaba que alguien tome la palabra, no para caer bajo la dirección de alguien, sino
para sentir que esta rabia que ardía en mi pecho era también la posibilidad de
ejercer un discurso político. No a raíz de una ideología partidista ni menos a
favor de alguna autoridad, sino como manifestación
deuna comunidad, aquella que, sin importar la edad, la procedencia social o
el color de su piel, se había unido para exigir que no se vulnerara, una vez
más, su opinión ni su voto. Sin embargo, eso no se dio. La presencia de cada
uno de los manifestantes, que era lo esencial de esa marcha, se disolvió en
pequeños cenáculos donde se conversaba amenamente de no sé qué. ¿Emoción o
institucionalización? ¿Puede la indignación devenir en una oportunidad para ir,
poco a poco, modificando nuestra situación actual? ¿A la vieja opción de la
política por partidos podemos oponer el descontento repentino de la ciudadanía?
¿Debemos conformarnos solo a expresar nuestro rechazo a las acciones del
Estado? ¿O podemos transformar también esta energía en una posibilidad de
creación de propuestas y de alternativas?
En el fondo, la cuestión radica
en aprender a gobernarnos. No solo
reaccionar, sino también accionar,
decidir, proponer. El poder de la sociedad civil está en nuestras manos. Lo
hemos olvidado. Que esta ráfaga de furia e indignación juvenil sea una señal,
no una mera anécdota. Nuestra acción política no debe reducirse, tampoco, a
marchar cada vez que estemos disgustados. La forma de la ciudad, así como la
ley y la justicia de este país, son un ejercicio diario. ¿La sociedad civil
puede (debe) ser el contrapeso de los partidos políticos? No debe espantarnos
la mugre ni la roña que exhiben nuestros políticos, sino nuestra dejadez ante
las más viles de sus acciones. Que esto no quede como un simple alboroto
“juvenil”. Si así fuera, no habría esperanza, porque la juventud siempre está
amenazada: los jóvenes, tarde o temprano, pierden este preciado don. viernes, 19 de julio de 2013
¿Otra pregunta?
Camino por la calle. Un hombre desvaído. Otro hombre frágil. Con
sombrero este último. Sin sombrero el primero. Un tercer hombre con corbata.
Sin bastón uno de los tantos. Camino. Busco por la calle un hombre con corazón sin
corbata. Olvido el pensamiento y camino por la sombra, donde miles de
transeúntes huyen de la luz que los disuelve. Sus sombreros fantasmas parten hacia
el cielo, que se abre de par de par. Me detengo. Soy consciente de la verdad de
mis palabras que no dicen nada, que brotan, se prolongan y se deslizan
suavemente por mi espalda. Distingo entonces entre el amor y el vacío. Cuando
uno ama, los hombres no portan sombrero. Y cuando el vacío, los sombreros caen
estrepitosamente sobre el asfalto sin sombra. Entonces el amor es único porque
los sombreros son también únicos. Los hay tenues como el viento. Ásperos como
las espinas. Finos como el humo que muere finalmente. Los sombreros son
maravillosos sin duda. También el amor que circula por esos anónimos trajes. Un
hombre. Otro. Otro con sombrero sin esperanza. Es innegable, y difícil, escoger
un sombrero. Pero también está el vacío, el mismo vacío que habita dentro del
sombrero, del traje, también del corazón sin corbata. Llego así a mi destino.
Los hombres se desvanecen mientras sus trajes caminan todavía, y sus bastones
ladran y sus sombreros flotan en círculos amenazantes. Veo el vacío. Sin
inmutarme. Sin disgustarme por el frío. Lo tomo de las puntas y aspiro
despacio, con precaución. Mientras los sombreros resuenan por el aire sin
hombres.
viernes, 12 de julio de 2013
Otra pregunta. Para enriquecer (espero) la conversación
¿Equilibrio, Peña? ¿Zigzaguear entre
la forma y la idea? ¿Cabalgar sin remordimiento entre la intelección y la
imagen? ¿Mantenerse en el umbral entre lo específico y el libertinaje?
Esa idea se desprende,
lo recuerdo vagamente, de esas premisas mías, que expuse de forma tal vez poco
eficiente. Releo esas notas y distingo dos problemas: la especialización en los
estudios literarios y la pertinencia del ensayo en las ciencias sociales. Creo
que, ahora, ambos han quedado disueltos, o, por lo menos, coinciden en una
cierta armonía debido a la perspectiva de lo multidisciplinario. Hay un
encuentro. El ensayo, ¿una alternativa? ¿Qué es un ensayo? Pregunta para otro
momento.
En el fondo, mi
inconformidad surge del anhelo de escribir.
¿Cómo desarrollar las posibilidades de una prosa límpida, atrevida y, de vez en
cuando, escandalosa? ¿Cabe siquiera la esperanza de un ritmo que razone, de una
imagen que persiga la verdad? Si la escritura aspira (y puede) convertirse en
un medio de espiritualización, me gustaría creer que es posible encontrar, ya
no un punto medio, sino un intersticio.
Tú lo dices en
otros términos, creo: la técnica y el presentimiento. De esa forma sintetizas
el drama del formado para investigar pero entusiasmado por la creación. O de
quien fue entrenado para el pensamiento y le urge la sensación y la piel. Mencionas
que sin ese equilibrio no hay nada. Que la rigidez de la prosa puede asesinar
un ensayo. Que gobernado por el ritmo, el escritor puede devenir una bacante.
Ambos casos son probables y, me parece, perviven en nuestro medio. No está mal.
No me preocupa
hallar una suerte de “esencia” del ensayo. Si este llega a chirriar de vez en
cuando no significa que haya fracasado. Las ideas poseen su propia magia. Me ha
pasado acceder en los momentos más ásperos de la prosa de Lauer o en la selva
de arcaísmos y galicismos de Eguren a una música insólita. Me he confundido. Creí
dar con una peculiaridad del ensayo, su eficacia social o su persuasión, cuando
lo único que hice fue describir un tipo específico, aquel que incumbe a mis
modelos.
Cabe agregar: no
existe el equilibrio.
De forma semejante
a un poema o a un cuento, en el ensayo hay que forjar una voz. Hay que
esculpir, con palabras, la imagen de uno. Esto significa que la escritura no
conoce ni oscila entre un posible punto medio y el desastre. La escritura, la
verdadera escritura, bordea, consigue, arraiga en el límite. La verdad de la
escritura encuentra su propia temperatura en ese algo que la suscita. ¿Pero, en
realidad, se trata de encontrarse, de hallar una imagen? ¿Qué tipo de embrujo o
vanidad te lleva a creer que eres
algo previo a la forma escrita? No me refiero a la argucia retórica que suplanta
la realidad por el sueño. Ni al ejercicio de fantasear que somos un cerebro en
una batea (lo cual no deja de ser divertido). Si acaso la honestidad
consistiera en la disolución, el escritor sería una nada que invoca la verdad.
Aspiro —con toda la humildad que me es posible— a no ser. Si, tal como
mencionas, la ética es un imperativo para el ensayista, prefiero el silencio,
la oscuridad, el vacío. La anulación del pensamiento.
Empresa insensata:
no figurar, desaparecer en lo escrito. Ser el espacio donde las palabras
bailan. Suspiros. Aguardiente. Fiesta. Amor entre las sílabas fascinadas en su desnudez.
Sobar sus cuerpos estremecidos. Sorber su circulación. Caer muerto
sigilosamente. Ser el mineral, el magma que las alimenta. Encontrar el puerto,
la nave y el mar donde perderse. No hay equilibrio. Solo el
resplandor. La falsa claridad de la verdad. La innegable fantasía de la
ausencia.
miércoles, 10 de julio de 2013
Polvo
El polvo nunca deja de caer sobre nosotros.
Releo esto que escribí, lo digo en voz alta, y con la mirada voy hasta las ventanas de mi habitación, impregnadas del hollín que proviene de la avenida. Contra el cielo de la mañana, que, como se sabe, en Lima suele ser menos que celeste la mayor parte del tiempo, los minúsculos puntos negros hacen lucir al cristal como una proyección en negativo de un cielo estrellado.
Cuando viajé a Tarapoto y contemplé un verdadero cielo salpicado de estrellas, un vértigo espiritual se apoderó de mí. También sentí miedo. Tal vez lo que me ocurrió fue que pude sentir lo sublime. Mi madre, que me acompañaba en aquella caminata, en aquel viaje, nacida en esa parte de la selva, se burló tiernamente de mí. Para ella era algo de lo más normal. Bello, sí, pero no sublime.
Tener conciencia de lo insulso que somos frente al universo es algo que siempre nos ha de apretar en el centro del corazón.
Decirlo no es decir algo nuevo.
Probablemente mi madre se sintió así —y se sienta aún ahora— cuando estuvo frente al mar por primera vez en su vida.
Darse cuenta que en un momento lo que creíamos que era el mar ahora era el cielo: el horizonte diluyéndose frente a nosotros.
Por eso, un cielo estrellado pudo sacudirme de esa forma.
Vuelvo a mi ventana. Quizá el hecho de que crea ver al cielo estrellado en ese vidrio sucio refleje el tipo de alma que tengo. Una timorata para con aquello que la sobrepasa en todo sentido. Una que prefiere la tranquilidad —aparente— de los objetos inertes. Cobarde animal que adora a una ventana porque sabe que con un soplido o, de crecer la desesperación, con un manazo, podrá deshacerlo todo. Limpiar el hollín y acabar con el parentesco cósmico. Cosa imposible de hacer frente a la pantalla del universo, no solo porque no sería capaz de llegar hasta ella, sino porque de intentarlo moriría irremediablemente.
El único mérito que hallo en todo esto es que he podido aceptar mi debilidad, mi fragilidad, y no ocultarla detrás de más palabras o más ventanas.
Releo esto que escribí, lo digo en voz alta, y con la mirada voy hasta las ventanas de mi habitación, impregnadas del hollín que proviene de la avenida. Contra el cielo de la mañana, que, como se sabe, en Lima suele ser menos que celeste la mayor parte del tiempo, los minúsculos puntos negros hacen lucir al cristal como una proyección en negativo de un cielo estrellado.
Cuando viajé a Tarapoto y contemplé un verdadero cielo salpicado de estrellas, un vértigo espiritual se apoderó de mí. También sentí miedo. Tal vez lo que me ocurrió fue que pude sentir lo sublime. Mi madre, que me acompañaba en aquella caminata, en aquel viaje, nacida en esa parte de la selva, se burló tiernamente de mí. Para ella era algo de lo más normal. Bello, sí, pero no sublime.
Tener conciencia de lo insulso que somos frente al universo es algo que siempre nos ha de apretar en el centro del corazón.
Decirlo no es decir algo nuevo.
Probablemente mi madre se sintió así —y se sienta aún ahora— cuando estuvo frente al mar por primera vez en su vida.
Darse cuenta que en un momento lo que creíamos que era el mar ahora era el cielo: el horizonte diluyéndose frente a nosotros.
Por eso, un cielo estrellado pudo sacudirme de esa forma.
Vuelvo a mi ventana. Quizá el hecho de que crea ver al cielo estrellado en ese vidrio sucio refleje el tipo de alma que tengo. Una timorata para con aquello que la sobrepasa en todo sentido. Una que prefiere la tranquilidad —aparente— de los objetos inertes. Cobarde animal que adora a una ventana porque sabe que con un soplido o, de crecer la desesperación, con un manazo, podrá deshacerlo todo. Limpiar el hollín y acabar con el parentesco cósmico. Cosa imposible de hacer frente a la pantalla del universo, no solo porque no sería capaz de llegar hasta ella, sino porque de intentarlo moriría irremediablemente.
El único mérito que hallo en todo esto es que he podido aceptar mi debilidad, mi fragilidad, y no ocultarla detrás de más palabras o más ventanas.
viernes, 5 de julio de 2013
¿Defender(se) a (de) quién? Nota sobre Sebastián Salazar Bondy y la condición del intelectual en los 50.
Hablar de Sebastián Salazar Bondy es casi una experiencia cibernética. Si le hacemos caso a Gérald Hirschhorn (2005), el flaco fue algo así como una supercomputadora que centralizó y ordenó la actividad cultural de Lima a mediados del siglo XX. Pero su trabajo como gestor cultural no debe hacernos olvidar su verdadera vida, aquella signada por el terrible oficio de las ideas. Nadie como él reflexionó (e hizo reflexionar) sobre la pertinencia del intelectual, sus límites, sus ambivalencias, sus contradicciones. Si algo adoro de Sebastián, es su capacidad para vacilar, incluso cuando parece que habla fuerte y claro. Su espíritu crítico esclareció —a veces incluso a su pesar— los vaivenes de una conciencia que había nacido para cuestionar y, en parte, para traicionarse. Siempre fiel a sus ideas, convencido de ellas, se permitió los segundos necesarios para dudar. Ese, en mi opinión, ha sido su mayor legado. En una época donde el intelectual era un catequista, solo Salazar Bondy reveló la feble constitución de su quehacer. Pocos se han dado cuenta de que, mientras oficiaba de confesor de toda su generación, dejaba huellas sobre la tierra pálida, que todavía ahora resplandecen y nos interpelan profundamente.
En el fondo, Salazar Bondy —su acción y su escritura— trató de resolver el dilema que contrapone la ética a la política. Esa entelequia llamada en la década del cincuenta “compromiso”. ¿Acaso la justificación moral del intelectual se albergaba en las masas desprotegidas e ignorantes que demandaban un intérprete, un representante? ¿La razón de ser del hombre dedicado a la reflexión sobre su mundo y su tiempo radicaba necesariamente en servir de guía a esas masas oprimidas y ávidas de justicia social? Sebastián Salazar Bondy no cejó en la reflexión sobre ese tema, su tema. En su narrativa, en su teatro y, sobre todo, en sus ensayos se manifiesta una conciencia que afirma, pero que sutil como una ráfaga, se permite delinear el proceso de sus aseveraciones. Mientras exclama, se justifica. Porque, sin duda, fue uno de los primeros en darse cuenta de que el intelectual es también una fabulación, un dibujo, mejor, un collage. Hay un trabajo previo de edición en cada característica suya. El intelectual es una persona que se inventa por medio de la escritura. No solo acusa, surge por medio de esas acusaciones. Hace falta revisar sus Escritos políticos y morales (Perú: 1954-1965), una compilación de algunos de sus ensayos más relevantes, para darse cuenta de que exagera, imagina, diseña un mundo, un orden, donde el espacio y el tiempo se organizan según lo bueno, lo malo y, a veces, lo feo. El intelectual y el alcalde se contraponen en una narración donde lo ridículo y lo luminoso tienen un lugar determinado, y donde el futuro siempre está señalado por las ideas.
En un homenaje póstumo, Mario Vargas Llosa lo denominó “vocación del escritor” (1966), interpretando sesgadamente (o para sesgar) la escritura de Salazar Bondy como una praxis ejemplar del oficio literario. La enseñanza del flaco Sebastián iba más allá. Su acción demostraba que la única manera de mantener la vigencia y el rostro lozano del intelectual frente al público era discutiendo, a partir de una perspectiva definida previamente, la cotidianidad. Con Salazar Bondy el intelectual es consciente de su lugar. No solo necesita un rostro, también le urge un pedestal. Su frenética actividad periodística no encuentra explicación sin ese detalle. ¿Por qué agotarse en una delirante escritura de reseñas, crónicas, comentarios, críticas, ensayos, artículos y notas, aparte de su producción creativa? Estoy seguro: ese ritmo de trabajo terminó fulminándolo. Si Ribeyro fue incapaz de abandonar el cigarrillo, Salazar Bondy quiso ser un santo. Ubicuo y verdadero, ahí donde los demás se engañaban o no llegaron, se propuso ser actual, brillar y, con ese resplandor, señalar, marcar un camino: su honestidad era también una práctica política, o eso pensó por un momento. Estar. Presenciar. Guiar. Esos eran los verbos que orientaron sus propósitos. No contentarse con la mera observación. Ir. Por un tiempo, quiso ser la encarnación de ese hombre justo y vigente, que se dirige y lleva hacia el horizonte.
El testimonio de esa “contemporaneidad” con las preocupaciones de su época es, sin duda, Lima la horrible. En ese breve y rotundo ensayo, fustigó las deficiencias de una tradición anclada en el mito, una visión de mundo que restringía el presente y, en especial, el futuro. Castigó. Imprecó. Tentó la diatriba contra ese mundo al que —le gustara o no— estaba unido. Al respecto los ensayos de Elmore (1995) y Velázquez (2002) han desnudado las paradojas de un intelectual que a cambio de la coherencia textual y la eficacia retórica soslayó las transformaciones de su época. Pero eso no es todo. Basta detenerse un instante en su estilo, esa forma espléndida de conjugar el ritmo de la prosa y la opacidad del léxico, para darnos cuenta de que su mirada, aunque consciente, no es del todo sincera. Estamos frente a un escritor que defiende las ideas de Mariátegui con una prosa cuasi modernista. Un hombre contemporáneo de otra época, que busca conjugar una forma de sentir y una forma de pensar enemigas. El intelectual se hace. Pero esa imagen es también un escudo, un artilugio que protege tanto como arma. Un escondite. Asimismo, estar en el presente, señalarlo, asentarse en él, no es (ni puede ser) solamente un motivo. Requiere de una sensibilidad presta a la sintonía. Algo que, me parece, por formación y por lecturas, todavía no estaba definido en esas décadas. De tanto afirmar, terminó mintiendo. O, lo que es terrible, engañándose.
Esos desajustes no podían ser ignorados por mucho tiempo. Con el agotamiento y la fatiga, con la agonía y el final próximo, tuvo un intervalo para el balance, para la escucha. Comprobar. Insistir. Descubrir. Casi con su último suspiro, compuso su testamento: una pequeña pieza teatral, El rabdomante, de no más de veinte páginas, donde dejó grabada su incertidumbre, su suspicacia y su completa ignorancia sobre aquellos que, en su imaginación, había defendido. Digo ignorancia porque, tal vez con la lucidez que brinda la muerte, se desprendió de la retórica proselitista y se colocó ante ellos solo, como un hombre cualquiera, dispuesto a compartir y a enseñar, con una habilidad especial, lleno de esperanzas, pero también colmado de miedo. Esa visión le reveló que esa masa de sucios y zarrapastrosos era también un océano, un aluvión, un huracán a punto de despertar, que no requerían de una voz que los defienda, que, dadas las circunstancias, podían desatar lo imprevisto. Acaso a punto de expirar, le fue concedida la grandeza de develar que a la imagen y a la vigencia tenía que agregarle la honestidad, que no es sino la disposición al cambio y al error. No me cabe duda de que ese último resplandor, que reubicó sus preocupaciones y su obra, es su principal mérito, su homenaje a los que vienen.
miércoles, 26 de junio de 2013
¿A dónde dirijo el rostro si quiero toparme con el ayer?
…en ciertas condiciones históricas —como quizá la nuestra— la tarea más creativa y humana de Penélope no es el sensato tejido diurno, sino el trabajo nocturno que deshace aquel tejido.
Claudio Magris
Estoy en mi habitación,
rodeado por mis cuadernos de apuntes, mis esquemas de trabajo y un gastado
fascículo perteneciente a una de las tantas ediciones del diccionario Larousse.
Una antigua promoción comercial permitía contar con la enciclopedia completa,
siempre y cuando se comprara cierta revista que salía cada semana. Mi padre fue
quien se encargó, diligentemente, de reunirnos la colección. El fascículo viene
a ser en realidad un cuadernillo con el lomo empastado y que como seña más
llamativa exhibe una serie de minúsculas manchas de color marrón que reviste el
borde de sus páginas. Si lo abro, noto de inmediato que el margen utilizado por
las palabras y sus significados los mantiene a salvo de la especie de aureola amarillenta
que ha crecido desde aquellas manchas. Por unos instantes no puedo quitar la
mirada de la franja que se forma entre el margen de las palabras y el borde de
la página. Y aunque en un principio no sé explicarme el porqué de este gesto,
luego caigo en cuenta que se debe a que estoy contemplando, en todo su esplendor, el único y
verdadero reino de los hombres. Es decir, el espacio sobrante en el que vivimos
entre lo transitorio y lo inexorable, entre el conocimiento que durante siglos
hemos ido adquiriendo, atesorando y continuado heredando y el desconcierto que
nunca ha cesado de provocarnos la permanente presencia del tiempo.
Pascal decía que el
tiempo era de esa clase de cosas que resultaba imposible e inútil definir.
Debido a ello, ya se hallaba presente en la mente de los hombres, gracias a la
comprensión que les había dado la naturaleza. Y si bien no todos compartían la
misma idea sobre su esencia, sí podían conocer y entender la relación entre el
nombre y la cosa.
Sucede que quiero escribir sobre el tiempo, pero es en vano:
el tiempo se manifiesta en todo, es imposible escribir sobre todo. Entonces, descubro
que es, más bien, el tiempo quien me escribe. Pues que yo quiera escribir sobre
el tiempo o que yo escriba de la forma en que escribo no son más que marcas del
tiempo en el que vivo.
Entre mis apuntes
encuentro una nota que describe el presente actual:
“…y los recovecos de las
casas, de los depósitos, de las tiendas y demás, son asaltados por hordas de sujetos
desesperados, amantes de tendencias y estilos de vida aparentemente extintos. Ya
no se trata tan solo de apoderarse de las prendas mejor conservadas o de algunos
artículos suntuosos debidamente rescatados. Va más allá de una típica fiebre
propiciada por la moda; se extiende hacia otro tipo de objetos, los más comunes,
los más cotidianos, los más sencillos. Hablo de juguetes, de adornitos caseros,
de inservibles aparatos eléctricos, de instrumentos oxidados, de fantasmas.
Nuevas empresas nacen aprovechando esta nostalgia colectiva. Nombres que se
hallaban refugiados en el olvido, como los de ciertas marcas de bebidas y de
golosinas, de algunos establecimientos comerciales, de varias series de
televisión y películas, vuelven a instalarse frente a uno. La creatividad de
los productores de cine parece haber llegado a un límite, porque ya no se alaba
la novedad de un guión o de un director, salvo en pocas —rarísimas— ocasiones,
sino la habilidad para lograr que el remake
sea exitoso en las taquillas, y también supere (es decir, iguale) la calidad de
la película madre. Surgen cada vez más estaciones de radio cuyas programaciones
están enfatizadas en una u otra determinada década del siglo acabado (los
sesenta, los setenta, los ochenta, los noventa…), antes que en un género o
estilo contemporáneos. Hasta las grandes marcas comerciales dedicadas al fútbol
—la religión suprema en el mundo de hoy— fabrican uniformes idénticos a los
primeros que se utilizaron en la historia de los países que con ellas tienen
contratos pactados. Inclusive, algunas de las aplicaciones utilizadas por
equipos tecnológicos de última generación como cámaras digitales, teléfonos
celulares, smartphones, laptops y tablets se diseñan para que puedan provocar un efecto cercano al
que el artificio antecesor de cada uno de esos equipos, lograba en su propia
época. Y cuando en las noticias se anuncia el cierre de la última fábrica de
determinado objeto o artefacto (automóviles Wolkswagen del modelo “Escarabajo”,
reproductores VHS, máquinas de escribir, etcétera), decenas de miles de sujetos
en el mundo lo lamentan como si con ello se estuviese muriendo una parte de
sí…”
Me
pregunto: ¿Será que extraviamos algo muy valioso que nunca más fuimos capaces
de recuperar —y de recuperarnos—, y nos dimos cuenta de ello porque no fuimos
capaces de recordar que lo tuvimos o porque ya no estaríamos preparados jamás
para volverlo a tener, y no nos quedó más que lamentarnos y consolarnos con
simples simulacros?
Luego, otro de mis
apuntes sale a la luz:
“Ocurre que, luego de
haber paseado desorientados entre una habitación y otra, aunque a dicha
situación le llamamos vida, al fin aparecemos en el pasadizo del tiempo donde
descansan sobre el suelo las piezas mudas de aquel antiguo espejo que solíamos
conocer como la verdad. Nos angustiamos intentando reunir sus esquirlas de acuerdo
al tibio recuerdo que guardamos de nuestros reflejos. Sin embargo, descubrimos que,
sea cual sea la combinación alcanzada, ninguno de nosotros recupera el reflejo
de antes, el de un solo cuerpo, el de un solo rostro —tal como se supone
habíamos sido creados originalmente—, y todo porque se trataba de una ilusión,
ya que el espejo nos había estado engañando desde siempre.”
Tras leer el primero, me
digo que todos esos objetos no son más que simulacros, imanes de la memoria. ¿Por
qué son cada vez más valiosos? ¿Por haber resistido el paso del tiempo o por el
solo hecho de provenir del pasado? En el caso del segundo, aunque de una forma
más “lírica”, reflexiono sobre el mismo punto (de paso que hallo la respuesta a
las interrogantes realizadas apenas un par de líneas arriba): estamos tratando
de reunir las piezas que conforman nuestra identidad. Nos hemos espantado al enterarnos de que no somos
un bloque sólido, con límites bien marcados, con medidas claras. Somos como los
collages. Y es sabido que, por la propia naturaleza de los collages, de ellos
nunca puede afirmarse que estén plenamente acabados. Depende de su autor
que se les continúe agregando o quitando trozos de papel o de lo que sea.
Entonces, la aflicción de andar por el mundo sin una
identidad definida —como solía ser— ha provocado en nosotros esta angurria. Angurria
que hoy recibe el nombre de nostalgia.
Alguna vez soñé que
viajaba en el interior de un autobús. Como me hallaba en un asiento a espaldas
del copiloto no había detalle que se me escapara. Es así que puedo darme cuenta
de que los demás pasajeros, personas de apariencia honorable, además de lucir
unos rostros despreocupados, cargan —entre sus manos o sobre cualquier otro
lugar de sus cuerpos— con distintos objetos. Los miro con mayor atención y
descubro que dichos objetos me resultan familiares, pues han sido parte de mi
vida, en el pasado. De modo que mientras una mujer se pinta los labios con el
mismo lápiz de color que yo tomaba del tocador de mis tías abuelas para
dibujar, un muchacho está utilizando la misma correa de cuero que solía llevar
mi padre y que se caracterizaba por tener una hebilla de plata. Me fijo en los
demás, y todos tienen algún otro objeto que… Aquí, sin embargo, es donde
encuentro una traba para seguir escribiendo. Porque no es como en el sueño donde
si uno desea huir, basta con que se despierte. Acá debo enfrentarlo. Y me
refiero a la duda que viene a mí cuando intento describir esta última escena: ¿Cuál
sería la expresión correcta? ¿Decir que cualquiera de esos objetos “me
pertenece” o “me perteneció”? Por supuesto, ahora ya no poseo ni ese lápiz de
color ni esa correa de cuero, el lápiz creo que lo usé hasta gastarlo y la
correa no sé en dónde está, pero son sus imágenes y las impresiones que me produjeron
alguna vez las que me obligan a decir —ya que así lo percibo— que todavía se
encuentran aquí conmigo. Según leí en La
rama dorada de J. G. Frazer, la magia contaminante —una de las versiones bajo
la que presenta la magia propiamente dicha— se halla sostenida sobre el
siguiente principio: que el vínculo entre las cosas que alguna vez estuvieron
en contacto perdura, aun después de que se las separe, así que lo que se le
haga a una afectará instantáneamente a la otra. ¿Acaso la nostalgia no vendría
a ser una precisa demostración de esa forma de magia? Ya que ambas persiguen el
mismo objetivo: diluir, por unos instantes, las barreras espacio-temporales entre
alguien y una parte de ese alguien.
De
un poema de Juarroz: “Y sospecho que hubiera sido preferible / quedarme en
aquella perdida parte mía / y no en este casi todo / que aún sigue sin caer.”
¿Qué tan cierta es esta sensación de nostalgia que nos
está invadiendo? ¿Es una manera de reconciliarnos con el pasado y así obtener
las pistas y los medios que necesitamos para encontrarnos? ¿O solo lo
idealizamos porque nuestro presente luce estéril e insalvable por completo? Pero ¿y si ambas alternativas fuesen
válidas? Pienso que no habría problema. Y no lo habría porque ambas son
válidas. Ya que sufrir por la nostalgia hoy en día resulta algo normal —hasta
inicios del siglo XX seguía siendo considerada una enfermedad del espíritu, y
los que se apartaban de su tierra por un tiempo prolongado eran sus principales
víctimas, lo que hace que me pregunte ¿cuál es esa tierra que hemos dejado y a
la cual necesitaríamos regresar?—, pero sufrirla por algo que nunca se ha
tenido o vivido ¿es una invención valiosa o una miserable falsificación?
¿Existe diferencia alguna?
Estoy convencido de que debido a nuestra condición de collages
vivientes tenemos la alternativa de inventarnos vínculos con el pasado. Pero
solo si existe una verdadera identificación —un vínculo sincero— con los
objetos del pasado, estaremos creándonos la identidad que ahora no tenemos. El contacto directo, por ende, queda
en un segundo plano. La memoria se posa sobre los objetos de la misma manera
que una sombra. Por donde se cierne, se estará situando. Y de este modo la
angurria puede llegar a ser algo más que la nostalgia, puede ser esperanza.
La nostalgia solo se manifiesta
si hay un distanciamiento de por medio, sea en el tiempo, sea en el espacio. Es
decir, si un camino ha sido recorrido, pero sobre todo si uno, recorriendo ese
mismo camino, se ha ido dispersando en él, con voluntad o sin ella. De tal modo
que el volumen de su alma —¿alguien, alguna vez, se ha molestado en medir el
peso y la altura de aquello que llama alma?— nunca revelará su real dimensión
si solo se considera lo que dictan el aquí y el ahora, y no incluye, también, lo
que tienen para decir el allá y el antes. La nostalgia, aunque muchos deseen
percibirla así, no es un volver al pasado ni un pasado que está volviendo. Es
en verdad la necesidad del presente que, cansado de estar confundido consigo
mismo, opta por reconfigurarse, reconstruirse, recomponerse, aunque ello
implique alterar sin compasión la ilusoria solidez de roca con la que carga el
pasado, para poder —nuevamente— reconocerse.
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