viernes, 5 de julio de 2013

¿Defender(se) a (de) quién? Nota sobre Sebastián Salazar Bondy y la condición del intelectual en los 50.


Hablar de Sebastián Salazar Bondy es casi una experiencia cibernética. Si le hacemos caso a Gérald Hirschhorn (2005), el flaco fue algo así como una supercomputadora que centralizó y ordenó la actividad cultural de Lima a mediados del siglo XX. Pero su trabajo como gestor cultural no debe hacernos olvidar su verdadera vida, aquella signada por el terrible oficio de las ideas. Nadie como él reflexionó (e hizo reflexionar) sobre la pertinencia del intelectual, sus límites, sus ambivalencias, sus contradicciones. Si algo adoro de Sebastián, es su capacidad para vacilar, incluso cuando parece que habla fuerte y claro. Su espíritu crítico esclareció —a veces incluso a su pesar— los vaivenes de una conciencia que había nacido para cuestionar y, en parte, para traicionarse. Siempre fiel a sus ideas, convencido de ellas, se permitió los segundos necesarios para dudar. Ese, en mi opinión, ha sido su mayor legado. En una época donde el intelectual era un catequista, solo Salazar Bondy reveló la feble constitución de su quehacer. Pocos se han dado cuenta de que, mientras oficiaba de confesor de toda su generación, dejaba huellas sobre la tierra pálida, que todavía ahora resplandecen y nos interpelan profundamente.
En el fondo, Salazar Bondy —su acción y su escritura— trató de resolver el dilema que contrapone la ética a la política. Esa entelequia llamada en la década del cincuenta “compromiso”. ¿Acaso la justificación moral del intelectual se albergaba en las masas desprotegidas e ignorantes que demandaban un intérprete, un representante? ¿La razón de ser del hombre dedicado a la reflexión sobre su mundo y su tiempo radicaba necesariamente en servir de guía a esas masas oprimidas y ávidas de justicia social? Sebastián Salazar Bondy no cejó en la reflexión sobre ese tema, su tema. En su narrativa, en su teatro y, sobre todo, en sus ensayos se manifiesta una conciencia que afirma, pero que sutil como una ráfaga, se permite delinear el proceso de sus aseveraciones. Mientras exclama, se justifica. Porque, sin duda, fue uno de los primeros en darse cuenta de que el intelectual es también una fabulación, un dibujo, mejor, un collage. Hay un trabajo previo de edición en cada característica suya. El intelectual es una persona que se inventa por medio de la escritura. No solo acusa, surge por medio de esas acusaciones. Hace falta revisar sus Escritos políticos y morales (Perú: 1954-1965), una compilación de algunos de sus ensayos más relevantes, para darse cuenta de que exagera, imagina, diseña un mundo, un orden, donde el espacio y el tiempo se organizan según lo bueno, lo malo y, a veces, lo feo. El intelectual y el alcalde se contraponen en una narración donde lo ridículo y lo luminoso tienen un lugar determinado, y donde el futuro siempre está señalado por las ideas.
En un homenaje póstumo, Mario Vargas Llosa lo denominó “vocación del escritor” (1966), interpretando sesgadamente (o para sesgar) la escritura de Salazar Bondy como una praxis ejemplar del oficio literario. La enseñanza del flaco Sebastián iba más allá. Su acción demostraba que la única manera de mantener la vigencia y el rostro lozano del intelectual frente al público era discutiendo, a partir de una perspectiva definida previamente, la cotidianidad. Con Salazar Bondy el intelectual es consciente de su lugar. No solo necesita un rostro, también le urge un pedestal. Su frenética actividad periodística no encuentra explicación sin ese detalle. ¿Por qué agotarse en una delirante escritura de reseñas, crónicas, comentarios, críticas, ensayos, artículos y notas, aparte de su producción creativa? Estoy seguro: ese ritmo de trabajo terminó fulminándolo. Si Ribeyro fue incapaz de abandonar el cigarrillo, Salazar Bondy quiso ser un santo. Ubicuo y verdadero, ahí donde los demás se engañaban o no llegaron, se propuso ser actual, brillar y, con ese resplandor, señalar, marcar un camino: su honestidad era también una práctica política, o eso pensó por un momento. Estar. Presenciar. Guiar. Esos eran los verbos que orientaron sus propósitos. No contentarse con la mera observación. Ir. Por un tiempo, quiso ser la encarnación de ese hombre justo y vigente, que se dirige y lleva hacia el horizonte.
El testimonio de esa “contemporaneidad” con las preocupaciones de su época es, sin duda, Lima la horrible. En ese breve y rotundo ensayo, fustigó las deficiencias de una tradición anclada en el mito, una visión de mundo que restringía el presente y, en especial, el futuro. Castigó. Imprecó. Tentó la diatriba contra ese mundo al que —le gustara o no— estaba unido. Al respecto los ensayos de Elmore (1995) y Velázquez (2002) han desnudado las paradojas de un intelectual que a cambio de la coherencia textual y la eficacia retórica soslayó las transformaciones de su época. Pero eso no es todo. Basta detenerse un instante en su estilo, esa forma espléndida de conjugar el ritmo de la prosa y la opacidad del léxico, para darnos cuenta de que su mirada, aunque consciente, no es del todo sincera. Estamos frente a un escritor que defiende las ideas de Mariátegui con una prosa cuasi modernista. Un hombre contemporáneo de otra época, que busca conjugar una forma de sentir y una forma de pensar enemigas. El intelectual se hace. Pero esa imagen es también un escudo, un artilugio que protege tanto como arma. Un escondite. Asimismo, estar en el presente, señalarlo, asentarse en él, no es (ni puede ser) solamente un motivo. Requiere de una sensibilidad presta a la sintonía. Algo que, me parece, por formación y por lecturas, todavía no estaba definido en esas décadas. De tanto afirmar, terminó mintiendo. O, lo que es terrible, engañándose.

Esos desajustes no podían ser ignorados por mucho tiempo. Con el agotamiento y la fatiga, con la agonía y el final próximo, tuvo un intervalo para el balance, para la escucha. Comprobar. Insistir. Descubrir. Casi con su último suspiro, compuso su testamento: una pequeña pieza teatral, El rabdomante, de no más de veinte páginas, donde dejó grabada su incertidumbre, su suspicacia y su completa ignorancia sobre aquellos que, en su imaginación, había defendido. Digo ignorancia porque, tal vez con la lucidez que brinda la muerte, se desprendió de la retórica proselitista y se colocó ante ellos solo, como un hombre cualquiera, dispuesto a compartir y a enseñar, con una habilidad especial, lleno de esperanzas, pero también colmado de miedo. Esa visión le reveló que esa masa de sucios y zarrapastrosos era también un océano, un aluvión, un huracán a punto de despertar, que no requerían de una voz que los defienda, que, dadas las circunstancias, podían desatar lo imprevisto. Acaso a punto de expirar, le fue concedida la grandeza de develar que a la imagen y a la vigencia tenía que agregarle la honestidad, que no es sino la disposición al cambio y al error. No me cabe duda de que ese último resplandor, que reubicó sus preocupaciones y su obra, es su principal mérito, su homenaje a los que vienen. 

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