El polvo nunca deja de caer sobre nosotros.
Releo esto que escribí, lo digo en voz alta, y con la mirada voy hasta las ventanas de mi habitación, impregnadas del hollín que proviene de la avenida. Contra el cielo de la mañana, que, como se sabe, en Lima suele ser menos que celeste la mayor parte del tiempo, los minúsculos puntos negros hacen lucir al cristal como una proyección en negativo de un cielo estrellado.
Cuando viajé a Tarapoto y contemplé un verdadero cielo salpicado de estrellas, un vértigo espiritual se apoderó de mí. También sentí miedo. Tal vez lo que me ocurrió fue que pude sentir lo sublime. Mi madre, que me acompañaba en aquella caminata, en aquel viaje, nacida en esa parte de la selva, se burló tiernamente de mí. Para ella era algo de lo más normal. Bello, sí, pero no sublime.
Tener conciencia de lo insulso que somos frente al universo es algo que siempre nos ha de apretar en el centro del corazón.
Decirlo no es decir algo nuevo.
Probablemente mi madre se sintió así —y se sienta aún ahora— cuando estuvo frente al mar por primera vez en su vida.
Darse cuenta que en un momento lo que creíamos que era el mar ahora era el cielo: el horizonte diluyéndose frente a nosotros.
Por eso, un cielo estrellado pudo sacudirme de esa forma.
Vuelvo a mi ventana. Quizá el hecho de que crea ver al cielo estrellado en ese vidrio sucio refleje el tipo de alma que tengo. Una timorata para con aquello que la sobrepasa en todo sentido. Una que prefiere la tranquilidad —aparente— de los objetos inertes. Cobarde animal que adora a una ventana porque sabe que con un soplido o, de crecer la desesperación, con un manazo, podrá deshacerlo todo. Limpiar el hollín y acabar con el parentesco cósmico. Cosa imposible de hacer frente a la pantalla del universo, no solo porque no sería capaz de llegar hasta ella, sino porque de intentarlo moriría irremediablemente.
El único mérito que hallo en todo esto es que he podido aceptar mi debilidad, mi fragilidad, y no ocultarla detrás de más palabras o más ventanas.
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