¿Equilibrio, Peña? ¿Zigzaguear entre
la forma y la idea? ¿Cabalgar sin remordimiento entre la intelección y la
imagen? ¿Mantenerse en el umbral entre lo específico y el libertinaje?
Esa idea se desprende,
lo recuerdo vagamente, de esas premisas mías, que expuse de forma tal vez poco
eficiente. Releo esas notas y distingo dos problemas: la especialización en los
estudios literarios y la pertinencia del ensayo en las ciencias sociales. Creo
que, ahora, ambos han quedado disueltos, o, por lo menos, coinciden en una
cierta armonía debido a la perspectiva de lo multidisciplinario. Hay un
encuentro. El ensayo, ¿una alternativa? ¿Qué es un ensayo? Pregunta para otro
momento.
En el fondo, mi
inconformidad surge del anhelo de escribir.
¿Cómo desarrollar las posibilidades de una prosa límpida, atrevida y, de vez en
cuando, escandalosa? ¿Cabe siquiera la esperanza de un ritmo que razone, de una
imagen que persiga la verdad? Si la escritura aspira (y puede) convertirse en
un medio de espiritualización, me gustaría creer que es posible encontrar, ya
no un punto medio, sino un intersticio.
Tú lo dices en
otros términos, creo: la técnica y el presentimiento. De esa forma sintetizas
el drama del formado para investigar pero entusiasmado por la creación. O de
quien fue entrenado para el pensamiento y le urge la sensación y la piel. Mencionas
que sin ese equilibrio no hay nada. Que la rigidez de la prosa puede asesinar
un ensayo. Que gobernado por el ritmo, el escritor puede devenir una bacante.
Ambos casos son probables y, me parece, perviven en nuestro medio. No está mal.
No me preocupa
hallar una suerte de “esencia” del ensayo. Si este llega a chirriar de vez en
cuando no significa que haya fracasado. Las ideas poseen su propia magia. Me ha
pasado acceder en los momentos más ásperos de la prosa de Lauer o en la selva
de arcaísmos y galicismos de Eguren a una música insólita. Me he confundido. Creí
dar con una peculiaridad del ensayo, su eficacia social o su persuasión, cuando
lo único que hice fue describir un tipo específico, aquel que incumbe a mis
modelos.
Cabe agregar: no
existe el equilibrio.
De forma semejante
a un poema o a un cuento, en el ensayo hay que forjar una voz. Hay que
esculpir, con palabras, la imagen de uno. Esto significa que la escritura no
conoce ni oscila entre un posible punto medio y el desastre. La escritura, la
verdadera escritura, bordea, consigue, arraiga en el límite. La verdad de la
escritura encuentra su propia temperatura en ese algo que la suscita. ¿Pero, en
realidad, se trata de encontrarse, de hallar una imagen? ¿Qué tipo de embrujo o
vanidad te lleva a creer que eres
algo previo a la forma escrita? No me refiero a la argucia retórica que suplanta
la realidad por el sueño. Ni al ejercicio de fantasear que somos un cerebro en
una batea (lo cual no deja de ser divertido). Si acaso la honestidad
consistiera en la disolución, el escritor sería una nada que invoca la verdad.
Aspiro —con toda la humildad que me es posible— a no ser. Si, tal como
mencionas, la ética es un imperativo para el ensayista, prefiero el silencio,
la oscuridad, el vacío. La anulación del pensamiento.
Empresa insensata:
no figurar, desaparecer en lo escrito. Ser el espacio donde las palabras
bailan. Suspiros. Aguardiente. Fiesta. Amor entre las sílabas fascinadas en su desnudez.
Sobar sus cuerpos estremecidos. Sorber su circulación. Caer muerto
sigilosamente. Ser el mineral, el magma que las alimenta. Encontrar el puerto,
la nave y el mar donde perderse. No hay equilibrio. Solo el
resplandor. La falsa claridad de la verdad. La innegable fantasía de la
ausencia.
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