Camino por la calle. Un hombre desvaído. Otro hombre frágil. Con
sombrero este último. Sin sombrero el primero. Un tercer hombre con corbata.
Sin bastón uno de los tantos. Camino. Busco por la calle un hombre con corazón sin
corbata. Olvido el pensamiento y camino por la sombra, donde miles de
transeúntes huyen de la luz que los disuelve. Sus sombreros fantasmas parten hacia
el cielo, que se abre de par de par. Me detengo. Soy consciente de la verdad de
mis palabras que no dicen nada, que brotan, se prolongan y se deslizan
suavemente por mi espalda. Distingo entonces entre el amor y el vacío. Cuando
uno ama, los hombres no portan sombrero. Y cuando el vacío, los sombreros caen
estrepitosamente sobre el asfalto sin sombra. Entonces el amor es único porque
los sombreros son también únicos. Los hay tenues como el viento. Ásperos como
las espinas. Finos como el humo que muere finalmente. Los sombreros son
maravillosos sin duda. También el amor que circula por esos anónimos trajes. Un
hombre. Otro. Otro con sombrero sin esperanza. Es innegable, y difícil, escoger
un sombrero. Pero también está el vacío, el mismo vacío que habita dentro del
sombrero, del traje, también del corazón sin corbata. Llego así a mi destino.
Los hombres se desvanecen mientras sus trajes caminan todavía, y sus bastones
ladran y sus sombreros flotan en círculos amenazantes. Veo el vacío. Sin
inmutarme. Sin disgustarme por el frío. Lo tomo de las puntas y aspiro
despacio, con precaución. Mientras los sombreros resuenan por el aire sin
hombres.
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