El lunes 22 de julio un suceso, que
sin falsas modestias cabe dentro del rótulo de “acontecimiento histórico”,
sacudió Lima. Un grupo de jóvenes, y no tan jóvenes, se concentró en la Plaza
San Martín. Si la cifra de manifestantes fue modesta, no lo fueron sus
consecuencias. Procedían de distintos lugares de Lima y de ideologías no
siempre compatibles. La novedad, tal vez, radicó en la forma cómo se incitó
esta breve, pero efectiva, revuelta: las redes sociales jugaron un rol decisivo
al permitir una comunicación directa entre un grupo que se denominó a sí mismo
como “Indignados”. Ese apelativodescribe con exactitud la motivacióncentral de
los participantes a esta manifestación. Desde la Marcha de los Cuatro suyos o
los incidentes a raíz del Baguazo, habíamos olvidado que el ciudadano tiene la
opción de reclamar ante la injusticia, el abuso y el vicio político. El
silencio es siempre cómplice. En una sociedad donde las personas prefieren
mantener el perfil bajo para mantener sus beneficios, es urgente recuperar la
posibilidad a veto.
Este
grupo de manifestantes, organizados a partir de un sentimiento común, invadió
las calles e hizo sentir, con su sola presencia, la necesidad de recuperar (y
renovar) la política. Todos somos, nos guste o no, parte de este sistema.
Cuando recuperemos la conciencia de que nuestra participación no solo se limita
a elegir a nuestros representantes cada cinco años, podremos acercarnos a una
verdadera ciudadanía. Urge cambiar nuestro mutismo por una voz que deje de
implorar favores y se arriesgue a la crítica, al reclamo y, si es necesario, al
repudio público. La toma de espacios es, me parece, solo el inicio para
recuperar nuestra memoria: uno nunca cede
completamente el poder, lo presta. Las autoridades son nuestrosrepresentantes. Están al servicio de la
ciudadanía. No al revés. Mientras no grabemos esa premisa a fuego en nuestra
conciencia, no podemos esperar una real transformación de este país ni del mundo.
Para
no caer en la apología, cabe señalar también algunos otros “inconvenientes”.
Cuando llegué a la Plaza San Martín esperaba que alguien tome la palabra, no para caer bajo la dirección de alguien, sino
para sentir que esta rabia que ardía en mi pecho era también la posibilidad de
ejercer un discurso político. No a raíz de una ideología partidista ni menos a
favor de alguna autoridad, sino como manifestación
deuna comunidad, aquella que, sin importar la edad, la procedencia social o
el color de su piel, se había unido para exigir que no se vulnerara, una vez
más, su opinión ni su voto. Sin embargo, eso no se dio. La presencia de cada
uno de los manifestantes, que era lo esencial de esa marcha, se disolvió en
pequeños cenáculos donde se conversaba amenamente de no sé qué. ¿Emoción o
institucionalización? ¿Puede la indignación devenir en una oportunidad para ir,
poco a poco, modificando nuestra situación actual? ¿A la vieja opción de la
política por partidos podemos oponer el descontento repentino de la ciudadanía?
¿Debemos conformarnos solo a expresar nuestro rechazo a las acciones del
Estado? ¿O podemos transformar también esta energía en una posibilidad de
creación de propuestas y de alternativas?
En el fondo, la cuestión radica
en aprender a gobernarnos. No solo
reaccionar, sino también accionar,
decidir, proponer. El poder de la sociedad civil está en nuestras manos. Lo
hemos olvidado. Que esta ráfaga de furia e indignación juvenil sea una señal,
no una mera anécdota. Nuestra acción política no debe reducirse, tampoco, a
marchar cada vez que estemos disgustados. La forma de la ciudad, así como la
ley y la justicia de este país, son un ejercicio diario. ¿La sociedad civil
puede (debe) ser el contrapeso de los partidos políticos? No debe espantarnos
la mugre ni la roña que exhiben nuestros políticos, sino nuestra dejadez ante
las más viles de sus acciones. Que esto no quede como un simple alboroto
“juvenil”. Si así fuera, no habría esperanza, porque la juventud siempre está
amenazada: los jóvenes, tarde o temprano, pierden este preciado don.
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